noviembre 16, 2007

Milosz o la poesía de mañana y de siempre. - Augusto D’Halmar

Milosz o la poesía de mañana y de siempre.

Augusto D’Halmar[1].

“El número perfecto es el que elude toda idea de contar”

(filósofo chino).


Por los mismos días que sucumbía en el sur de Francia Antonio Machado, el Poeta con mayúscula de la España contemporánea, fallecía súbitamente en Fontainebleau, el viernes 3 de marzo de 1939, rodeado por sus trescientas avecillas, Oscar de Lubicz Milosz, acaso el poeta de los poetas de nuestra época. Y yo recuerdo la admiración que Machado sentía por él y que a él no le hubiese sido dable corresponderle, pues entre tantas cuantas lenguas poseía, ignoraba la castellana, es decir, no había llegado a utilizarla.

Sin embargo, este mismo Milosz es el autor de “Miguel Mañara” el Don Juan por excelencia, con cabal conocimiento del alma española y del ambiente sevillano, y su atavismo de una de las más vetustas razas, como viene a ser la lituano-báltica, colonia ibero-neolítica, con toda probabilidad, en el noreste de Europa, hermánase con la vasco-cantabra, sin duda la más vieja del continente europeo. Complacíase Milosz en disquisiciones antropológicas y filológicas y uno de sus más sensacionales libros fue “Los Orígenes Iberos del Pueblo Judío”, donde prueba, apoyándose en investigaciones de erudito y en intuiciones de iniciado, que Iberia es la cuna del Génesis.

Yo no pretendo tocar en este ensayo, la personalidad del sabio polígloto y del filósofo esotérico. Cuando por el tiempo, acaso llegará a ser objeto, como Swedenborg, de un culto nuevo. Su “Epístola a Storges”, publicada el 1º de enero de 1917 en la “Revista de Holanda”, se anticipó en varias semanas al prólogo en que Einstein enunció su Teoría de la Relatividad y sé de buena fuente que hubo de sorprenderles a ambos semejante coincidencia. Una vez más el vate vaticinaba adelantándose a la comprobación científica.

Pero insisto, no trataré de abarcar toda la labor de Milsoz, aunque algunas de sus obras de pensador pertenezcan todavía, como “Los Elementos”, “La Confesión de Lemuel”, “Ars Magna”, y “Los Arcanos” al dominio de la poesía, para concretarme a sus poemas, propiamente dicho, a su poesía pura. Por estar más a mi alcance y al de mis lectores y por ser la manifestación más clara y evidente de este genial. Cuyo adjetivo substantivado es la primera vez que yo empleo para un coetáneo mío. Unos cuantos rasgos biográficos pueden ayudar a esta síntesis.

Hace algunos años, exactamente en enero de 1932, estando aún en Europa, publiqué en el número 83 de “Atenea” de la Universidad de Concepción de Chile, un a modo de largo cuento o de novela corta, con clave, de abril del año anterior, intitulado “El Poeta Nacional”, dedicado a Milosz y confeccionado con ciertos elementos de su vida y de su obra. Todo un país, a la vez ancestral y reciente, la Lituania, considerábalo su genuino intérprete, a pesar de que veía obligado a leerlo traducido, pues su poesía se ha escrito en Francia y en francés y Milosz hasta desconocía su lengua materna. Se ha repetido con él el caso de Chopin, el cantor musical de la Polonia, de las polonesas y las mazurcas. La tierra de Paris abriga los despojos del compositor de Varsovia y del escritor de Kovno. Y estos son los abonos exóticos de esa privilegiada tierra, no perteneciente a todos, pero amasada por todos, quieran que no los parisienses.

Oscar de Lubicz Milosz era por línea paterna directo descendiente de los soberanos de Lausacia o Lausitz y, por ende, podía haber sido el pretendiente real de Lituania, si al emanciparla de Rusia el Tratado de Versalles se hubiese restaurado en ella la monarquía. Hubo un momento que en ello se pensó y, como Augusto Villiers de l’Isle Adam cuando renunció sus derechos a la corona de Grecia, por no tener traje de etiqueta para presentarse ante el Elíseo a reivindicarlos, Milosz me participó su posible elevación al trono de su país, una noche que, con billete de segunda clase, tomábamos en el Chatelet, el metropolitano del Nord-Sud, con dirección a la casa de Alejandro Sux, en Pigalle. En París no sorprenden estas transformaciones. Hasta 1903 daba lecciones de idiomas en el Barrio Latino un Karajeorgvich que pasó o volvió a ser Pedro I de Servia. En cambio Milosz y yo frecuentamos como simples particulares durante la guerra, a la última Obrenovich por alianza, viuda del monarca Milano, la ex reina regente Natalia, tambien de Servia, madre de Alejandro, marido de Draga y, más de una vez la ayudamos a poner en marcha el ascensor hasta el piso que ocupaban cerca de la Estrella, en una calle que yo sabría hallar pero cuyo nombre se me escapa, los príncipes Luciano Bonaparte y su hija Leticia.

Por segunda línea materna, Milosz tenía ascendencia hebrea, y de ahí, seguramente, su vocación por los estudios de la Cábala y el Talmud. Su infancia entre el terrible Sire semidemente que era su padre y la humilde y bellísima agarena, que fue su adre, se transparenta en sus “Sinfonías”. Como en su novela magistral “La Amorosa Iniciación”, se funde con la suya la figura de un abuelo del siglo XVIII que se “mesalió” en Venecia con una grande artista italiana de entonces, cuya capitosa sangre vino a mezclarse también con la de esos señores de horca y cuchilla medievales.

Milosz hereda en Rusia enormes señoríos que después fueron confiscados por los Soviets, y pasea su juvenud, de Whitechapel en Londes, a Freda en la Varsovia chipiniana, del Canto-de-los-Pájaros-Strauss, en Francfort, a Soho y Mile-End-Road, a través de los suburbios de Kieff y del guetto de Venecia, de Saint Clement Danés, de Hamburgo, a Saint Julien-le-Pauvre, junto al Sena, y de la calle Toledo de Madrid, a la Vía Toledo de Nápoles. Sus largas piernas de liebre audaz o de ahorcado, como él las llama, midieron como un compás el tedio de todas las rutas del mal llamado Viejo Mundo. Bordeó también, sin internarse, el Continente Negro, pero no supo del Asia, eso sí inmemorial. En este sentido Gabriel Miró, el autor de “Las Figuras de la Pasión” y él, han envidiado mi suerte de viajero: uno y otro inquirieron de mí acerca de la Tierra Santa y la Tierra Prometida, de sus devociones. Y ahora me aguardan los dos en el Valle de Josafat.

“De profundis clamavit”. El canto milosziano se exhala desde las honduras de uno de los más intensos espíritus que hayan sido, hacia las alturas. Es una lírica beethoviana. Y es la sola vez que puede no parecer sacrílego semejante símil. Por mí sé decir que, haciendo caso omiso del Milosz erudito y aún del Milosz poeta, de cuantos han coincidido conmigo en este mundo y esta existencia, Milosz ha sido el hombre más excepcional que me fuera dado conocer, el más vario, más completo, más entrañable. Toda un ala de mi vida se desploma con su muerte. ¿Dónde está ahora ese a la vez turbio y preclaro espíritu? Porque, pese al pesimista escepticismo que nos ha venido privando de toda fe y toda esperanza, se hace duro creer que un ánima de ese temple, haya podido desvanecerse y anonadarse. Gran creyente, él no hubiera titubeado. Pero su sublime creencia era rayana casi con una negación absoluta y resultaba tan desolada como mi duda. Porque, aunque no se experimente el vértigo en las alturas, siempre ha de sufrirse del frío y la cruda clarividencia. Prefiero imaginármele bajo una forma más terrena y familiar, en ese simbólico Lofoten de Islandia, el ultra boreal cementerio de las cinco tierras y los siete mares:


Todos los muertos están ebrios de lluvia vieja y sucia

En el cementerio extraño de Lofoten.

El reloj del deshielo titaquea lejano

En el corazón de los féretros pobres de Lofoten.

Y gracias a los agujeros abiertos por la negra primavera

Los cuervos están cebados de fría carne humana;

Y gracias al débil viento de voz de niño

El sueño es grato para los muertos de Lofoten.

Yo no veré probablemente nunca

Ni el mar ni las tumbas de Lofoten

Y sin embargo es en mí como si yo amara

Ese lejano rincón de tierra y toda su pena.

Vosotros desaparecidos, vosotros suicidas, vosotras lejanas

En el cementerio extranjero de Lofoten

-El nombre suena a mi oído extraño y suave-

¿Dormís o verdaderamente, decidme, es que dormís?


Y ha de quedar flotando tras él, como una estela de estrellas, la inmensa piedad, la ternura desesperada de ese “Talita Cumi”, en hebraico ¡Levántate mujer! Que hará pensar y sentir más a los lectores que cuanto comentario pudiera yo ir sugiriendo en el decurso de estas evocaciones. Es uno de los poemas que traduje, como nadie hubiera podido intentarlo dada nuestra identificación, para hacerlo conocer en España, en 1922, inspirándole en una de sus cartas el concepto de “en fin Notre Seigneur Don Quichote pourra me lire dans sa langue!” y, como agradecimiento final, la otra frase para mí inolvidable de “j’embrasse ta belle tete de Pharaon tourmenté par l’insomnie”.:


Te conozco desde hace ya diez años sobre la tierra suspendida en el silencio,

Hija del destino; y es tu pobre imagen la que se me aparece siempre la primera

En la lucidez de mis despertares del declinar de la noche,

Cuando siguiendo en espíritu al Cosmos en su vuelo mudo

De repente siento abismarse en mí el universo como aspirado por el vacío de todos estos días.

Yo soy entonces como una cosa ardiendo sobre el río en la noche de estío

Y la llave del sol está bajo mi mano, que abre las Realidades espejeantes de una niebla de espíritus

Y por cierto, una sola palabra, y, en este país de la vida donde tengo más de un servidor deslumbrante

Me aparecerían formas harto distintas a la tuya, guijarro recogido aquí para el recuerdo.

Pero, ¿no te he amado con humildad en esta pequeñísima sucesión de días?

Yo partiré muy pronto ¡oh mitad de corazón, mitad de corazón tirada

Al lodo y al frío y la lluvia y la noche de la ciudad!

¡Oh mi pajarillo domesticado amenazado por el invierno!

Escúchame. Abre de par en par ese algo en ti que tú no conoces

Y trata, suceda lo que suceda, trata de retener en tu minúscula memoria

Este consejo de uno que ha madurado con la ortiga en el largo y tórrido verano de la amargura:

¡Trabaja!

No tientes al rey terrible de la vida, al dios en movimiento.

Implacable de los caminos del mundo, al ídolo en el carro de ruedas trituradoras.

¡Trabaja, niña! Porque estás condenada, débil, a vivir largo tiempo

Y yo no quisiera evadirme de estas ensordecedoras galeras

Con la pobre imagen de lo que tú serás un día:

Una muchachita convertida en una viejecita

Con amargos cabellos blancos bajo el chal, no sé en que agrio y negro arrabal

Y sola en la ribera con el río, un fardo de terror

En las espaldas, hermana de las húmedas piedras y de los grandes, grandes árboles desnudos.

Ahórrame esto. Porque yo estaré pavorosamente ausente, despertado para siempre

En uno de los dos Reinos, no sé en cuál, el tenebroso

Me temo, pues hay en mí algo que arde con un fuego bajo y juzgado.

Y yo te lo repito, gorrión de miseria, tú estarás sola en esta vida atroz

Como hacia el amanecer avaro y lívido del Sena

Abandonado de todos el farol rojo y verde.

Yo no sé a quien ha matado mi corazón; pero al morir, el malvado,

¿No le ha legado toda su fúnebre realeza de compasión a mis huesos? ¡Niña!

Es un dolor que no puede expresarse. El hombre atacado de ese nocturno mal

Sufre omnisciente y mudo, como las piedras de los cimientos en el moho de las tinieblas.

Yo bien sé que es Él, Él, cuyo nombre secreto es: el Separado-de-Sí-Mismo,

Que sufre en nosotros; y que cuando haya pasado al fin

La noche sin flores y sin espejos y sin arpas de esta vida, un canto

Vengador, un canto de todas las auroras de la infancia,

Se romperá en nosotros como el cristal inmenso de la mañana

Al grito de los alados, en el valle de rocío,

Yo, ya lo sé. Pero esta pobre imagen de tu vida en el porvenir solitario, eso

No puedo soportarlo, es un verdadero terror de insecto en mí,

Un grito de insecto en el fondo de mí

Bajo las cenizas del corazón.



Y ahora, aquellos a quienes nos cupo en suerte amar a este auténtico genio, este hombre el más humano que fuera dable, recojámonos en nuestro fuero interno y con estoicismo pensemos, sin duelo, sin gozo, que su ausencia viene a ser, para nosotros, una razón menos de vivir y una más de morir.



[1] En ‘Los 21’. Editorial Nascimento, 1969, Santiago de Chile.

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Oscar Wladislas de Lubicz Milosz. - El Cántico del Conocimiento.

Oscar Wladislas de Lubicz Milosz.

El Cántico del Conocimiento.

(De ‘La Confesión de Lemuel’, 1922)[1].

La enseñanza de la hora soleada de las noches del Divino.

Para aquellos que, habiendo pedido, recibieron y saben ya.

Para aquellos a quienes la plegaria condujo a la meditación sobre el origen del lenguaje.

Los otros, los ladrones de dolor y de dicha, de ciencia y de amor, nada comprenderán de
estas cosas.

Para entenderlas, es preciso conocer los objetos designados por ciertos vocablos esenciales
tales como pan, sal, sangre, sol, tierra, agua, luz, tinieblas, así como por todos los nombres de los metales.

Por cuanto estos nombres no son ni los hermanos, ni los hijos, sino los padres de los objetos
sensibles.

Con estos objetos y el principio de su substancia, ellos fueron precipitados desde el mundo
inmóvil de los arquetipos al abismo tormentoso del tiempo.

Solamente el espíritu de las cosas tiene un nombre. La substancia de los mismos no ha
recibido nombre todavía.

El poder de nombrar objetos sensibles y absolutamente impenetrables al ser espiritual
nos viene del conocimiento de los arquetipos que, siendo de la naturaleza de nuestro
espíritu, están como él situados en la conciencia del huevo solar.

Todo cuanto se describe por medio de las antiguas metáforas existe en un lugar situado; el
único lugar situado de todos los lugares del infinito.

Esas metáforas que todavía hoy el lenguaje nos impone desde el momento en que
interrogamos el misterio de nuestro espíritu,
constituyen vestigios del lenguaje puro de los tiempos de fidelidad y de conocimiento.

Los poetas de Dios veían el mundo de los arquetipos y lo describían piadosamente por
medio de términos precisos y luminosos del lenguaje del conocimiento.

La decadencia de la fe manifiéstase en el mundo de la ciencia y el arte por un
oscurecimiento del lenguaje.

Los poetas de la naturaleza cantan la belleza imperfecta del mundo sensible conforme a una
antigua modulación sagrada.

Heridos sin embargo por la discordancia secreta que guardan el modo de expresión y el
sujeto, e impotentes para elevarse hasta el único lugar situado, -entiéndase por ello Patmos,
tierra de la visión de los arquetipos-,
imaginaron, en la noche de su ignorancia, un mundo intermedio, flotador y estéril: el
mundo de los símbolos.

Todos los vocablos cuyo conjunto mágico ha formado este canto, son nombres de
substancias visibles,
que el autor, por la gracia del Amor, ha contemplado en los dos mundos de la beatitud y de la desolación.

Yo no me dirijo sino a los espíritus que reconocieron la plegaria como el primero entre
todos los deberes del hombre.

Las más altas virtudes, la caridad, la castidad, el sacrificio, la ciencia y el amor mismo del Padre,
únicamente contarán para aquellos que, por su propio impulso, reconocieron la necesidad absoluta de la humillación en la plegaria.

Yo no diré, sin embargo, del arcano del lenguaje, sino lo que la infamia y la demencia de
este tiempo me permite revelar.

Puedo cantar ahora libremente el cántico de la hora soleada de las noches de Dios
y, proclamando la sabiduría de los dos mundos que fueron abiertos a mi vista,
hablar, conforme a la medida impuesta por el compañero de servicio,
del conocimiento perdido del oro y de la sangre.

Yo he visto. Y quien ha visto, cesa de pensar y de sentir. Sólo sabe describir aquello que ha visto.

He ahí la clave del mundo de la luz. De la magia de los vocablos que aquí yo reúno,
el oro del mundo perceptible extrae su secreto valor.

Porque no son sus virtudes físicas las que lo hicieron rey de los espíritus.

La verdad es aquello en relación a lo cual lo Ilimitado está situado.

Mas la verdad no se opone al lenguaje sagrado: por cuanto ella también constituye el sol visible del mundo substancial, del universo inmóvil.

De este sol, el oro terrestre extrae su substancia y su color; el hombre, la luz de su conocimiento.

El lenguaje reencontrado de la verdad, nada nuevo tiene que ofrecer. Solamente despierta el recuerdo en la memoria del hombre que ora.

¿Sientes tú acaso despertarse en ti el más antiguo de tus recuerdos?

Yo aquí te revelo los orígenes sagrados de tu amor por el oro.

La locura sopló siete veces sobre el candelabro de oro del conocimiento.

Los vocablos del lenguaje de los Aaronitas son profanados por los niños mentirosos y los poetas ignorantes.

Y el oro del candelabro, asido por las tinieblas de la ignorancia se ha tornado el padre de la
negación, del robo, del adulterio y de la destrucción.
Esta es la clave de los dos mundos de la luz y de las tinieblas. ¡Oh, compañero de servicio!

Por el amor de esta hora soleada de nuestras noches,
por la seguridad de este secreto entre tú y yo,
sóplame la palabra envuelta en sol, la palabra grávida de cólera de este peligroso tiempo.

¡Te he nombrado! Hete ahí en el rayo precursor, en el seno de la nube cuajada, mudo como el plomo,
en el brinco y el soplo de la masa de fuego,
en la aparición del espíritu virginal del oro,
en el tránsito del óvalo a la esfera,
en la pausa maravillosa y en el santo descendimiento, cuando miras al hombre de hito en hito,
en la inmovilidad del nublado infinito, en la inmovilidad de una sola plegaria, obra de los orfebres del Reino,
en el retorno a la desolación vinculada con el Tiempo,
en el cuchicheo de compasión que la acompaña।

Pero la clave de oro de la santa ciencia ha permanecido en mi corazón.

Ella me abrirá todavía el mundo de luz. Trepar gradualmente hasta sentirse penetrado por la materia misma del espacio puro,
no es ya conocer sino registrar todavía fenómenos de manifestación.

El camino que conduce de lo poco a lo mucho no es el de la santa ciencia.

Acabo de describir la ascensión hacia el conocimiento. Es preciso elevarse ahora hasta ese lugar solar
en donde uno vuélvese, por la omnipotencia de la afirmación, -¿qué?- eso mismo que uno afirma.

Es así como los mil cuerpos del espíritu se revelan a los virtuosos sentidos.

¡Ascender primero -¡sacrílegamente!- hasta la más demente de las afirmaciones!

Y luego descender, de escalón en escalón, sin lamento, sin lágrimas, con una confianza dichosa, con una real paciencia,
hasta ese lodo donde todo está ya contenido con una evidencia tan terrible y por una necesidad tan santa! ¡Por una necesidad santa, santa, verdaderamente santa! ¡Aleluya!

¿Y quién habla aquí de sorpresa? Hay una sorpresa todavía en la inesperada aparición –a través de las sombras de una puerta de antigua ciudad-
de una lejanía de mar con su santa luz y sus vecinas dichosas.

Pero en el nacimiento de un nuevo sentido, de un sentido que servirá al espíritu de la ciencia verdadera, de la ciencia amorosa, ya no existen sorpresas.

Es costumbre, en nuestras alturas, acoger a toda novedad como a una esposa reencontrada después del tiempo y para siempre.

Así me fue revelada la relación del huevo solar con el alma del oro terrestre.

Y esta es la plegaria eficaz en la que debe abismarse el operador:

Sustenta en mí el amor por ese metal que colora tu mirada, el conocimiento de ese oro que es un espejo del mundo de los arquetipos,
a fin de que emplee sin medida todo mi corazón en ese juego solar de la afirmación y del sacrificio.

Recíbeme en esta luz arcangélica que dormita miles de años en el trigo funerario y en él sustenta el fuego escondido de la vída.

Porque el trigo de las antiguas tumbas, volcado en el surco, ilumínase con su propia caridad, como un corazón.

Y no es el sol mortal el que da a la cosecha su color invariable de sabiduría.

Tal es la clave del mundo de la luz. Para aquel que la maneja con mano piadosa y firme, ella abre también –la otra región.

He visitado los dos mundos. El amor condújome hasta lo más profundo del ser.

Llevé sobre mi pecho el peso de la noche; mi frente destiló un sudor de muro.

Giré en torno a la rueda de pavor de los que parten y regresan. Sólo queda ahora de mí, en muchas partes, un aro de oro caído sobre un puñado de polvo.

Exploré a tientas los laberintos horrendos del mundo del furor y, bajo las grandes aguas, dormitan mis patrias extrañas.

Permanecía mudo. Aguardaba a que la locura de mi rey me apresara en la garganta. Tu mano -¡oh mi rey!- está sobre mi garganta. Esta es la señal. Y éste el instante. Yo hablaré.

Tú me has hecho nacer en un mundo que ya no te reconoce; sobre un planeta de hierro y de arcilla, desnudo y frío.

En medio de un hervidero de ladrones abismados en la contemplación de su propio sexo.

De ahí que la hediondez de la matanza suceda la incensación imbécil de los engañadores de pueblos.

Y sin embargo, hijo del lodo y de la ceguera, yo no tengo vocablos para describir
los precipicios de iniquidad de este otro Todo, de este otro Ilimitado
creado por tu propia omnipotencia de negación.

Este lugar apartado, diferente, horroroso, este inmenso cerebro delirante de Lucifer
donde he sufrido durante la eternidad la prueba de la multiplicación de los grandes fulgurantes y la de los sistemas desiertos.

El más atroz de ellos estaba en el cenit y yo lo veía como desde un precipicio de sol negro.

¡Ah sacrílego infinito cerca del cual el santo cosmos desenvuelto ante nuestro mundo infimo
es como un cuadrado de escarcha iluminado para la Natividad y pronto a derretirse al menor soplo del Niño!

Porque tú eres Aquel que es. Y sin embargo, tú estás por encima de ti mismo y de esa necesidad absoluta en virtud de la cual eres.

He ahí por qué, Afirmador, la total negación es en ti: libertad de orar o de no orar. He ahí también por qué haces pasar a los afirmadores por las grandes pruebas de la negación.

Porque me has arrojado al calor más negro de esta eternidad de espanto donde uno se siente asido
de la mandíbula por el arpón de fuego, y suspendido en la locura del vacío perfecto,
en esa eternidad donde las tinieblas son la ausencia del otro sol, la extinción de la jovial elipse de oro;
donde las luces son furor. Donde toda cosa es médula de iniquidad.

Donde la operación del pensamiento es única y sin fin, partiendo de la duda para concluir en la nada.

Donde uno no es solitario sino soledad, ni abandonado sino abandono, ni condenado sino condenación.

Yo fuí viajero en estas tierras de nocturno movimiento,
donde, solos en medio de las cosas físicas,
el amor furioso y la lepra del rostro bañan sus malditas raíces.

Y he medido en ellas, gusano ciego, las sinuosidades de una línea de tu mano. Este país de la noche, denso como la piedra,
este mundo de la otra estrella del amanecer, del otro hijo, del otro príncipe, era tu mano cerrada. Y esta mano se abrió y heme aquí en la luz.

Es precioso haberlo visto a Él, al Otro, para comprender por qué está escrito que viene como el ladrón. Está más lejos que el grito del nacimiento; apenas si es, no es ya. Como en el espacio de un grano de arena, así está cabalmente en ti, él, el otro, el príncipe sentado en silencio, en la ceguera eterna.

Tú, en el huevo solar, tú, inmenso, inocente, te conoces. Pero los dos infinitos de tu afirmación y de tu negación no se conocen, no se conocerán jamás, por cuanto la eternidad no es más que la huída del uno delante del otro.

Y toda la horrible, la mortal melancolía del espacio y del tiempo, no es más que la distancia que media entre un sí y un no, y la medida de su separación irremediable.

Esta es la clave del mundo de las tinieblas.

El hombre en quien este canto ha despertado, no ya un pensamiento, no ya una emoción, sino un recuerdo, y un recuerdo muy antiguo, buscará, de ahora en adelante, el amor con el amor.

Porque amar es esto, porque amor es esto: cuando con amor se busca el amor.

Yo he buscado como la mujer estéril, con angustia, con furor. Y he encontrado. Pero ¿qué? Pero ¿a quién? Al dominador, al poseedor, al dispensador de las dos lepras.

Y he regresado, a fin de comunicar mi conocimiento. Mas, desdichado de aquel que parte y no regresa.

Y no me compadezcas por haber estado allí y por haber visto. No llores sobre mí:
anegado en la beatitud de la ascensión, deslumbrado por el huevo solar, precipitado en la demencia de la negra eternidad vecina, con los miembros ligado por el alga de las tinieblas, estoy siempre en el mismo lugar, encontrándome en el propio lugar, el único situado.

Aprende de mí que toda enfermedad es una confesión por el cuerpo.

El verdadero mal es un mal escondido, mas cuando el cuerpo se ha confesado, poco es lo que se precisa para inducir a sumisión al espíritu mismo, al preparador de los venenos secretos.

Como todas las enfermedades del cuerpo, la lepra presagia, pues, el fin de un cautiverio del espíritu.

El espíritu y el cuerpo luchan cuarenta años; ésta es la famosa edad crítica de la cual habla su desdichada ciencia la mujer estéril.

¿Que el mal abrió una puerta en tu semblante? El mensajero de paz, Melquisedec, entrará por esa puerta y ella volverá a cerrase sobre él y sobre su bello manto de lágrimas. Pero repite conmigo: Pater Noster.

Ve cómo el Padre de los Ancianos, de aquellos que hablaban el lenguaje puro, ha jugado conmigo como un padre con su hijo. Nosotros, solamente nosotros, que somos sus nietos, conocemos ese juego sagrado, esa danza sagrada, ese flotar dichoso entre la peor oscuridad y la mejor luz.

Es preciso prosternarse lleno de dudas, y orar. Yo me condolía de no conocerlo; una piedra donde él cabía integramente me ha caído en la mano, y he recibido al propio instante la corona de luz.

Y mírame cómo, rodeado de emboscadas, no temo ya a nada.

Desde las tinieblas de la concepción a las de la muerte, una sarta de catacumbas corre entre mis dedos en la vida oscura.

Y sin embargo, ¿qué era yo? Un gusano de cloaca, ciego y craso, con una aguda cola. Eso era yo. Un hombre creado por Dios y rebelado contra su creador.

“Cualesquiera que sean la excelencia y la belleza, no habrá porvenir que iguale en perfección al no-ser.” Tal era mi certidumbre única, tal mi pensamiento secreto: pobre, pobrísimo pensamiento de mujer estéril.

Como todos los poetas de la naturaleza, yo estaba sumido en una profunda ignorancia. Porque creía amar las bellas flores, las hermosas lejanías y aun los bello rostros, por su belleza solamente.

Interrogaba los ojos y el rostro de los ciegos: como todos los cortesanos de la sensualidad, yo estaba amenazado de ceguera física. Esto es también una enseñanza de la hora soleada de las noches del Divino.

Hasta el día en que, advirtiéndome detenido frente a un espejo, miré detrás de mí. La fuente de las luces y de las formas estaba allí, el mundo de los profundos, sabios, castos arquetipos.

Entonces esa mujer que había en mí murió. Le di por sepulcro todo su reino, la naturaleza. La amortajé en lo más secreto del jardín engañoso, allí donde la mirada de la luna, de la prometedora eterna, se divisa entre el follaje y desciende sobre los durmientes por las mil graduaciones de la suavidad.

Así es como aprendí que el cuerpo del hombre encierra en sus profundidades un remedio para todos los males, y que el conocimiento del oro es también el de la luz y el de la sangre.

¡Oh, Único! No me quites el recuerdo de estos sufrimientos el día en que me laves de mi mal, el día en que me laves de mi bien, el día en que me hagas arropar de sol por los tuyos, por los sonrientes. Amén.



[1] En ‘Antología poética’. Compañía general fabril editora, 1959, Buenos Aires. Traducciones de Lisandro Z. D. Galtier, miembro fundador de la ‘Association Les Amis de Milosz’.

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