noviembre 16, 2007

Oscar Wladislas de Lubicz Milosz. - El Cántico del Conocimiento.

Oscar Wladislas de Lubicz Milosz.

El Cántico del Conocimiento.

(De ‘La Confesión de Lemuel’, 1922)[1].

La enseñanza de la hora soleada de las noches del Divino.

Para aquellos que, habiendo pedido, recibieron y saben ya.

Para aquellos a quienes la plegaria condujo a la meditación sobre el origen del lenguaje.

Los otros, los ladrones de dolor y de dicha, de ciencia y de amor, nada comprenderán de
estas cosas.

Para entenderlas, es preciso conocer los objetos designados por ciertos vocablos esenciales
tales como pan, sal, sangre, sol, tierra, agua, luz, tinieblas, así como por todos los nombres de los metales.

Por cuanto estos nombres no son ni los hermanos, ni los hijos, sino los padres de los objetos
sensibles.

Con estos objetos y el principio de su substancia, ellos fueron precipitados desde el mundo
inmóvil de los arquetipos al abismo tormentoso del tiempo.

Solamente el espíritu de las cosas tiene un nombre. La substancia de los mismos no ha
recibido nombre todavía.

El poder de nombrar objetos sensibles y absolutamente impenetrables al ser espiritual
nos viene del conocimiento de los arquetipos que, siendo de la naturaleza de nuestro
espíritu, están como él situados en la conciencia del huevo solar.

Todo cuanto se describe por medio de las antiguas metáforas existe en un lugar situado; el
único lugar situado de todos los lugares del infinito.

Esas metáforas que todavía hoy el lenguaje nos impone desde el momento en que
interrogamos el misterio de nuestro espíritu,
constituyen vestigios del lenguaje puro de los tiempos de fidelidad y de conocimiento.

Los poetas de Dios veían el mundo de los arquetipos y lo describían piadosamente por
medio de términos precisos y luminosos del lenguaje del conocimiento.

La decadencia de la fe manifiéstase en el mundo de la ciencia y el arte por un
oscurecimiento del lenguaje.

Los poetas de la naturaleza cantan la belleza imperfecta del mundo sensible conforme a una
antigua modulación sagrada.

Heridos sin embargo por la discordancia secreta que guardan el modo de expresión y el
sujeto, e impotentes para elevarse hasta el único lugar situado, -entiéndase por ello Patmos,
tierra de la visión de los arquetipos-,
imaginaron, en la noche de su ignorancia, un mundo intermedio, flotador y estéril: el
mundo de los símbolos.

Todos los vocablos cuyo conjunto mágico ha formado este canto, son nombres de
substancias visibles,
que el autor, por la gracia del Amor, ha contemplado en los dos mundos de la beatitud y de la desolación.

Yo no me dirijo sino a los espíritus que reconocieron la plegaria como el primero entre
todos los deberes del hombre.

Las más altas virtudes, la caridad, la castidad, el sacrificio, la ciencia y el amor mismo del Padre,
únicamente contarán para aquellos que, por su propio impulso, reconocieron la necesidad absoluta de la humillación en la plegaria.

Yo no diré, sin embargo, del arcano del lenguaje, sino lo que la infamia y la demencia de
este tiempo me permite revelar.

Puedo cantar ahora libremente el cántico de la hora soleada de las noches de Dios
y, proclamando la sabiduría de los dos mundos que fueron abiertos a mi vista,
hablar, conforme a la medida impuesta por el compañero de servicio,
del conocimiento perdido del oro y de la sangre.

Yo he visto. Y quien ha visto, cesa de pensar y de sentir. Sólo sabe describir aquello que ha visto.

He ahí la clave del mundo de la luz. De la magia de los vocablos que aquí yo reúno,
el oro del mundo perceptible extrae su secreto valor.

Porque no son sus virtudes físicas las que lo hicieron rey de los espíritus.

La verdad es aquello en relación a lo cual lo Ilimitado está situado.

Mas la verdad no se opone al lenguaje sagrado: por cuanto ella también constituye el sol visible del mundo substancial, del universo inmóvil.

De este sol, el oro terrestre extrae su substancia y su color; el hombre, la luz de su conocimiento.

El lenguaje reencontrado de la verdad, nada nuevo tiene que ofrecer. Solamente despierta el recuerdo en la memoria del hombre que ora.

¿Sientes tú acaso despertarse en ti el más antiguo de tus recuerdos?

Yo aquí te revelo los orígenes sagrados de tu amor por el oro.

La locura sopló siete veces sobre el candelabro de oro del conocimiento.

Los vocablos del lenguaje de los Aaronitas son profanados por los niños mentirosos y los poetas ignorantes.

Y el oro del candelabro, asido por las tinieblas de la ignorancia se ha tornado el padre de la
negación, del robo, del adulterio y de la destrucción.
Esta es la clave de los dos mundos de la luz y de las tinieblas. ¡Oh, compañero de servicio!

Por el amor de esta hora soleada de nuestras noches,
por la seguridad de este secreto entre tú y yo,
sóplame la palabra envuelta en sol, la palabra grávida de cólera de este peligroso tiempo.

¡Te he nombrado! Hete ahí en el rayo precursor, en el seno de la nube cuajada, mudo como el plomo,
en el brinco y el soplo de la masa de fuego,
en la aparición del espíritu virginal del oro,
en el tránsito del óvalo a la esfera,
en la pausa maravillosa y en el santo descendimiento, cuando miras al hombre de hito en hito,
en la inmovilidad del nublado infinito, en la inmovilidad de una sola plegaria, obra de los orfebres del Reino,
en el retorno a la desolación vinculada con el Tiempo,
en el cuchicheo de compasión que la acompaña।

Pero la clave de oro de la santa ciencia ha permanecido en mi corazón.

Ella me abrirá todavía el mundo de luz. Trepar gradualmente hasta sentirse penetrado por la materia misma del espacio puro,
no es ya conocer sino registrar todavía fenómenos de manifestación.

El camino que conduce de lo poco a lo mucho no es el de la santa ciencia.

Acabo de describir la ascensión hacia el conocimiento. Es preciso elevarse ahora hasta ese lugar solar
en donde uno vuélvese, por la omnipotencia de la afirmación, -¿qué?- eso mismo que uno afirma.

Es así como los mil cuerpos del espíritu se revelan a los virtuosos sentidos.

¡Ascender primero -¡sacrílegamente!- hasta la más demente de las afirmaciones!

Y luego descender, de escalón en escalón, sin lamento, sin lágrimas, con una confianza dichosa, con una real paciencia,
hasta ese lodo donde todo está ya contenido con una evidencia tan terrible y por una necesidad tan santa! ¡Por una necesidad santa, santa, verdaderamente santa! ¡Aleluya!

¿Y quién habla aquí de sorpresa? Hay una sorpresa todavía en la inesperada aparición –a través de las sombras de una puerta de antigua ciudad-
de una lejanía de mar con su santa luz y sus vecinas dichosas.

Pero en el nacimiento de un nuevo sentido, de un sentido que servirá al espíritu de la ciencia verdadera, de la ciencia amorosa, ya no existen sorpresas.

Es costumbre, en nuestras alturas, acoger a toda novedad como a una esposa reencontrada después del tiempo y para siempre.

Así me fue revelada la relación del huevo solar con el alma del oro terrestre.

Y esta es la plegaria eficaz en la que debe abismarse el operador:

Sustenta en mí el amor por ese metal que colora tu mirada, el conocimiento de ese oro que es un espejo del mundo de los arquetipos,
a fin de que emplee sin medida todo mi corazón en ese juego solar de la afirmación y del sacrificio.

Recíbeme en esta luz arcangélica que dormita miles de años en el trigo funerario y en él sustenta el fuego escondido de la vída.

Porque el trigo de las antiguas tumbas, volcado en el surco, ilumínase con su propia caridad, como un corazón.

Y no es el sol mortal el que da a la cosecha su color invariable de sabiduría.

Tal es la clave del mundo de la luz. Para aquel que la maneja con mano piadosa y firme, ella abre también –la otra región.

He visitado los dos mundos. El amor condújome hasta lo más profundo del ser.

Llevé sobre mi pecho el peso de la noche; mi frente destiló un sudor de muro.

Giré en torno a la rueda de pavor de los que parten y regresan. Sólo queda ahora de mí, en muchas partes, un aro de oro caído sobre un puñado de polvo.

Exploré a tientas los laberintos horrendos del mundo del furor y, bajo las grandes aguas, dormitan mis patrias extrañas.

Permanecía mudo. Aguardaba a que la locura de mi rey me apresara en la garganta. Tu mano -¡oh mi rey!- está sobre mi garganta. Esta es la señal. Y éste el instante. Yo hablaré.

Tú me has hecho nacer en un mundo que ya no te reconoce; sobre un planeta de hierro y de arcilla, desnudo y frío.

En medio de un hervidero de ladrones abismados en la contemplación de su propio sexo.

De ahí que la hediondez de la matanza suceda la incensación imbécil de los engañadores de pueblos.

Y sin embargo, hijo del lodo y de la ceguera, yo no tengo vocablos para describir
los precipicios de iniquidad de este otro Todo, de este otro Ilimitado
creado por tu propia omnipotencia de negación.

Este lugar apartado, diferente, horroroso, este inmenso cerebro delirante de Lucifer
donde he sufrido durante la eternidad la prueba de la multiplicación de los grandes fulgurantes y la de los sistemas desiertos.

El más atroz de ellos estaba en el cenit y yo lo veía como desde un precipicio de sol negro.

¡Ah sacrílego infinito cerca del cual el santo cosmos desenvuelto ante nuestro mundo infimo
es como un cuadrado de escarcha iluminado para la Natividad y pronto a derretirse al menor soplo del Niño!

Porque tú eres Aquel que es. Y sin embargo, tú estás por encima de ti mismo y de esa necesidad absoluta en virtud de la cual eres.

He ahí por qué, Afirmador, la total negación es en ti: libertad de orar o de no orar. He ahí también por qué haces pasar a los afirmadores por las grandes pruebas de la negación.

Porque me has arrojado al calor más negro de esta eternidad de espanto donde uno se siente asido
de la mandíbula por el arpón de fuego, y suspendido en la locura del vacío perfecto,
en esa eternidad donde las tinieblas son la ausencia del otro sol, la extinción de la jovial elipse de oro;
donde las luces son furor. Donde toda cosa es médula de iniquidad.

Donde la operación del pensamiento es única y sin fin, partiendo de la duda para concluir en la nada.

Donde uno no es solitario sino soledad, ni abandonado sino abandono, ni condenado sino condenación.

Yo fuí viajero en estas tierras de nocturno movimiento,
donde, solos en medio de las cosas físicas,
el amor furioso y la lepra del rostro bañan sus malditas raíces.

Y he medido en ellas, gusano ciego, las sinuosidades de una línea de tu mano. Este país de la noche, denso como la piedra,
este mundo de la otra estrella del amanecer, del otro hijo, del otro príncipe, era tu mano cerrada. Y esta mano se abrió y heme aquí en la luz.

Es precioso haberlo visto a Él, al Otro, para comprender por qué está escrito que viene como el ladrón. Está más lejos que el grito del nacimiento; apenas si es, no es ya. Como en el espacio de un grano de arena, así está cabalmente en ti, él, el otro, el príncipe sentado en silencio, en la ceguera eterna.

Tú, en el huevo solar, tú, inmenso, inocente, te conoces. Pero los dos infinitos de tu afirmación y de tu negación no se conocen, no se conocerán jamás, por cuanto la eternidad no es más que la huída del uno delante del otro.

Y toda la horrible, la mortal melancolía del espacio y del tiempo, no es más que la distancia que media entre un sí y un no, y la medida de su separación irremediable.

Esta es la clave del mundo de las tinieblas.

El hombre en quien este canto ha despertado, no ya un pensamiento, no ya una emoción, sino un recuerdo, y un recuerdo muy antiguo, buscará, de ahora en adelante, el amor con el amor.

Porque amar es esto, porque amor es esto: cuando con amor se busca el amor.

Yo he buscado como la mujer estéril, con angustia, con furor. Y he encontrado. Pero ¿qué? Pero ¿a quién? Al dominador, al poseedor, al dispensador de las dos lepras.

Y he regresado, a fin de comunicar mi conocimiento. Mas, desdichado de aquel que parte y no regresa.

Y no me compadezcas por haber estado allí y por haber visto. No llores sobre mí:
anegado en la beatitud de la ascensión, deslumbrado por el huevo solar, precipitado en la demencia de la negra eternidad vecina, con los miembros ligado por el alga de las tinieblas, estoy siempre en el mismo lugar, encontrándome en el propio lugar, el único situado.

Aprende de mí que toda enfermedad es una confesión por el cuerpo.

El verdadero mal es un mal escondido, mas cuando el cuerpo se ha confesado, poco es lo que se precisa para inducir a sumisión al espíritu mismo, al preparador de los venenos secretos.

Como todas las enfermedades del cuerpo, la lepra presagia, pues, el fin de un cautiverio del espíritu.

El espíritu y el cuerpo luchan cuarenta años; ésta es la famosa edad crítica de la cual habla su desdichada ciencia la mujer estéril.

¿Que el mal abrió una puerta en tu semblante? El mensajero de paz, Melquisedec, entrará por esa puerta y ella volverá a cerrase sobre él y sobre su bello manto de lágrimas. Pero repite conmigo: Pater Noster.

Ve cómo el Padre de los Ancianos, de aquellos que hablaban el lenguaje puro, ha jugado conmigo como un padre con su hijo. Nosotros, solamente nosotros, que somos sus nietos, conocemos ese juego sagrado, esa danza sagrada, ese flotar dichoso entre la peor oscuridad y la mejor luz.

Es preciso prosternarse lleno de dudas, y orar. Yo me condolía de no conocerlo; una piedra donde él cabía integramente me ha caído en la mano, y he recibido al propio instante la corona de luz.

Y mírame cómo, rodeado de emboscadas, no temo ya a nada.

Desde las tinieblas de la concepción a las de la muerte, una sarta de catacumbas corre entre mis dedos en la vida oscura.

Y sin embargo, ¿qué era yo? Un gusano de cloaca, ciego y craso, con una aguda cola. Eso era yo. Un hombre creado por Dios y rebelado contra su creador.

“Cualesquiera que sean la excelencia y la belleza, no habrá porvenir que iguale en perfección al no-ser.” Tal era mi certidumbre única, tal mi pensamiento secreto: pobre, pobrísimo pensamiento de mujer estéril.

Como todos los poetas de la naturaleza, yo estaba sumido en una profunda ignorancia. Porque creía amar las bellas flores, las hermosas lejanías y aun los bello rostros, por su belleza solamente.

Interrogaba los ojos y el rostro de los ciegos: como todos los cortesanos de la sensualidad, yo estaba amenazado de ceguera física. Esto es también una enseñanza de la hora soleada de las noches del Divino.

Hasta el día en que, advirtiéndome detenido frente a un espejo, miré detrás de mí. La fuente de las luces y de las formas estaba allí, el mundo de los profundos, sabios, castos arquetipos.

Entonces esa mujer que había en mí murió. Le di por sepulcro todo su reino, la naturaleza. La amortajé en lo más secreto del jardín engañoso, allí donde la mirada de la luna, de la prometedora eterna, se divisa entre el follaje y desciende sobre los durmientes por las mil graduaciones de la suavidad.

Así es como aprendí que el cuerpo del hombre encierra en sus profundidades un remedio para todos los males, y que el conocimiento del oro es también el de la luz y el de la sangre.

¡Oh, Único! No me quites el recuerdo de estos sufrimientos el día en que me laves de mi mal, el día en que me laves de mi bien, el día en que me hagas arropar de sol por los tuyos, por los sonrientes. Amén.



[1] En ‘Antología poética’. Compañía general fabril editora, 1959, Buenos Aires. Traducciones de Lisandro Z. D. Galtier, miembro fundador de la ‘Association Les Amis de Milosz’.

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1 Comments:

Blogger Juan Manuel Silva Barandica said...

quedaste loco!
JAJAJAJA

4:02 p. m.  

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