noviembre 15, 2006

Yorgos Seferis - En torno a la Poesía (Fragmentos)

En Torno a la Poesía.

Yorgos Seferis.

 

 

Elemento racional y elemento irracional en poesía.

 

 

…Me resulta imposible creer que en poesía exista una antítesis entre el elemento racional y el elemento irracional. Al contrario, lo que encuentro, y me parece un rasgo distintivo de la poesía, es que hay una evidente coherencia lógica entre la inspiración y la realización. Desde el punto de vista poético el absurdo comenzaría si llegara a faltar esa coherencia.

Las figuras de El Greco no son absurdas porque en ellas esté ausente la anatomía de los cuerpos que estudian los médicos. Tampoco los poemas de Mallarmé o de Valéry están privados de equilibrio lógico. ¿Qué sucede entonces? Sucede que a Homero lo encontramos lógico porque la mayoría de nosotros los lectores no busca en él la poesía, sino "la cólera del Pélida Aquiles" y sólo la minoría encuentra la poesía, ya que el argumento de la Iliada absorbe nuestras facultades racionales que nos impiden funcionar poéticamente, creándonos dificultades. Porque la dificultad –como el miedo- surge apenas pensamos en ella. También sucede que los poetas que acabo de mencionar, como tantos otros poetas, antiguos o modernos, importantes o irrelevantes, han sentido que "la cólera del Pélida Aquiles" no era, en sí misma, poesía, y los aburría. Por eso han decidido escribir sin tomarla en cuenta. Y debido a que, al mismo tiempo (la constatación de esto último lo revela) la conciencia del hombre ha dado algunos pasos hacia esas regiones interiores antes desconocidas, estos pobres poetas, al ver sus imágenes como Orestes veía a las Euménides –mientras el Coro, que no las veía, se sentía desconcertado- se encontraron frente a un trágico dilema: o no hablar en absoluto, o expresarse de un modo difícil y pasar por locos: optaron por la segunda variante. Tengámosles compasión, pues tienen la atenuante de que nadie ha encontrado una solución mejor.

            No pienso, pues, que en realidad exista una antítesis entre el elemento racional y el elemento irracional. Por el contrario, si lo vemos bien, veremos que los poetas contemporáneos hacen un planteamiento lógico mucho más sólido que el de los antiguos. Es sin embargo cierto que en nuestros días la poesía se ha vuelto más densa, más elíptica, más difícil. Y aunque yo crea que para el avezado amante del arte no hay arte difícil, advierto y comprendo la amargura del poeta que entra en contacto con un público mucho menor que el de un actor de teatro ligero. No me atrevo a afirmar que no pueda surgir una poesía distinta, más "abierta", digo únicamente que no se ha dado en nuestra época; y digo también que ante todo me interesa la sobrevivencia de la poesía, aunque ahora no sea más que para dos o tres personas; cuando estoy hablando de la "sociabilidad" del intelectual que éste debe ayudar al poeta con todas sus fuerzas, para que realice su deber a su manera –ya que no tiene otra- si piensa que "las obras que perduran no suelen ser las aceptadas desde el primer momento; por el contrario, generalmente en un principio resultan desagradables" y que camina hacia la barbarie un pueblo en que las búsquedas artísticas se marchitan.

 

Antiguos y modernos.

 

 

Entre las obras antiguas y las obras modernas no existe ninguna, absolutamente ninguna, antinomia. Las grandes obras del pasado nos conmueven estéticamente, y más, mientras más obras nuevas llegan a aumentar su valor. Tal vez podríamos sentirlas históricamente, si algún día se detuviera la renovación incesante del arte, porque entonces se habrían detenido también nuestras funciones estéticas. Es sabido cuánto ganó un Villón o un Shakespeare con el movimiento romántico, que era también una "nueva escuela" con "aspiraciones a nuevas formas". El arte es una relación mutua e ilimitada y nadie puede jactarse de sentirlo, si no siente esta interrelación.

            Por eso me duele tanto la ignorancia que con tanta frecuencia encontramos a nuestro alrededor, y aplaudo el llamado: "¡Lean, señores, a sus clásicos! Jamás los habrán leído lo suficiente." Pero me enoja ver la obstinada insistencia en el abismo –inexistente para mí- que separa y aísla los clásicos de los no clásicos y que en realidad no existe sino entre los buenos artistas y los artistas incompetentes, es decir, los artistas inexistentes. Los pequeños, los ignorantes, aquellos que no pueden sostenerse en pie imitan a Píndaro, o a Goethe, o a Baudelaire, o a Kostís Palamás, o al surrealismo, valen siempre lo mismo. Y cuando calculamos cuánta mala poesía, quiero decir, cuánto academicismo se ha producido en nombre de los clásicos, deberíamos condenar gravemente a esos mediocres que atacan los "valores eternos" y los desfiguran, como los parásitos que secan los árboles milenarios. Me sorprende que en esta querella entre antiguos y modernos, que no es sólo de hoy, se ponga todo el peso del lado de los clásicos, sin dejar para los modernos otra cosa que antipatía. Leo:

 

Entre Tiziano y el Verones, Leonardo y Luini, Corneille y Racine, Hugo y De Vigny, entre los creadores auténticos que pertenecen a la misma escuela y ponen en práctica las mismas ideas con los mismo medios, existe una diferencia mucho mayor que entre dos seguidores de escuelas de vanguardia, de las cuales una invierte completamente la técnica y la ideología de la otra.

 

Esto es absolutamente cierto, si los seguidores son mediocres, puesto que nada empareja más que la mediocridad. Pero si verdaderamente son mediocres, me pregunto por qué, entonces, les concedemos tanta importancia y los comparamos con Racine y con Hugo, como si no estuvieran de igual modo emparejados los innumerables poetas mediocres de la escuela de Racine y de la de Hugo que ya han sido olvidados, como serán olvidados, ¡ay!, nuestros mediocres "vanguardistas". Pero esto no se dice. Tampoco se dice que en la época actual sea posible establecer una diferenciación análoga entre aquellos que han sido llamados frenéticos, "sutiles" y afectados. Mallarmé y Valéry trabajaron con los mismos sentimientos estéticos dados, con una técnica sorprendentemente parecida; sería aburrido señalar aquí la gran diferencia que los distingue. En la literatura inglesa, los dos poetas contemporáneos T. S. Eliot y Ezra Pound eran amigos y tenían las mismas inclinaciones estéticas; ambos realizaron los mismos experimentos y los mismos ejercicios habiéndose inspirado en las mismas fuentes: son personalidades completamente distintas. Y, puestas así las cosas, por qué no decir a los jóvenes de la manera más sencilla:

 

Querido amigo, si quieres llegar a ser alguien en el reino del espíritu, cuida de escapar de la mediocridad en todo momento de tu vida: trata de vivir cuanto puedas en estrecho contacto con los espíritus más elevados que tengas oportunidad de conocer; trabaja, cava en tu interior, purifica tu alma y anda en paz.

 

Pero la conclusión a la que se llega es ésta:

 

Una sombra o una línea más hacen al seguidor de una técnica elaborada y establecida más original que cualquier revolución radical. Porque esta sombra adicional o la línea revelan una nueva personalidad espiritual, reducen la obra a un punto de partida distinto y mantienen la originalidad en lo profundo.

 

No: la sombra o línea pueden, en determinado momento, llegar a mostrar gran originalidad, como también puede llegar a hacerlo –recordemos a la mayoría de los poetas del siglo XVIII en Francia- una mediocridad insoportable. Por eso protesto. Pero la "ignorancia informada", como se le suele llamar, puede resultar muy molesta y hacernos perder la paciencia y meter en un mismo saco a justos y a pecadores y escribir que "Platón habría llamado a los seguidores de nuestra vanguardia 'sutiles', como llamó a los sofistas…"

            No sé cómo los habría llamado Platón. Tal vez, al mirar más a fondo sus esfuerzos les daría un epíteto más lisonjero de los que utiliza, por ejemplo, en Fedro. Me gustaría, sin embargo, subrayar que no es correcto crear confusión en las mentes de los jóvenes, aconsejándoles que se cuiden de los nuevos demonios, mientras que tanto viejos demonios viven y se divierten sin ser molestados; como tampoco es lícito juzgar las ideas que no van con la fe que profesamos, mientras guardamos silencio sobre los defectos de quienes profesan las ideas que son para nosotros valiosas.

 

Dogmas y arte.

 

 

Se cuenta que la Santa Inquisición ordenó un día que fuesen cortadas las alas de los ángeles de El Greco, porque su tamaño no respetaba los cánones. Exigía pues a aquellos que encontraban bellos los ángeles de largas alas que sacrificaran al dogma cristiano algo que no les gustaba para aceptar algo que no les gustaba. Este edicto de la Santa Inquisición que hoy nos parecería, no sin cierta ligereza, insensato, no es un fenómeno definitivamente desaparecido en un tiempo remoto y oscurantista. Al contrario, a cualquiera que haya prestado un poco de atención a los diversos juicios hechos sobre el arte en nuestros "ortodoxos" tiempos, no le costará ningún trabajo hallar, si acude a su experiencia personal, ejemplos análogos al de aquel edicto. Recordará las numerosas ocasiones en que el crítico ha condenado una obra o un género determinado porque el dogma, a menudo sociológico, aunque a veces también religioso o filosófico, lo induce a negar lo que en realidad admite con simpatía o que ha neutralizado en él toda una reacción no ortodoxa.

            Una actitud así, que consiste en agrandar o disminuir una obra de arte para adaptarla a una determinada jerarquía de valores puede apoyarse en argumentos sólidos que, en mí opinión, no conciernen a la creación poética. Basta con que su seguidor confiese que profesa una fe por la cual debe aceptar que los valores artísticos son secundarios y están subordinados a cosas mucho más importantes para él, como serían nuestras convicciones metafísicas, filosóficas o sociológicas. Si nuestro interlocutor hace esta distinción, al menos es honrado. Podemos dejarlo hablar, o discutir con él, para saber si las cosas que él sitúa en la cima de su escala jerárquica son efectivamente tan excepcionales que justifiquen sacrificios semejantes. Pero esto ocurre en casos muy raros. La mayoría de las veces se crea una confusión que embrolla el debate a tal punto que acabamos por no saber si hablamos de poética, teología, filosofía o sociología. Nos agotamos discutiendo sin sentido, cuando sería mil veces mejor renunciar a este callejón sin salida e ir a la playa a tomar el aire.

            Me gustaría dejar claro que pienso que nuestro juicio poético puede ser influido por nuestras opiniones o creencias sobre el destino del hombre en esta vida o en la otra. Pienso que es cuestión de escrupulosidad crítica el conocer qué causas nos empujan a emitir juicios y a advertir a los demás. Supongamos que un fanático se siente obligado a destruir un poema que es contrario al dogma de la metempsicosis; está en su derecho. Si por el contrario quiere sostener que el poema que condenó de esa manera es contrario a las leyes incontrovertibles del arte, lo menos que se puede decir es que no sabe lo que hace.

            Porque yo creo que en todos los casos en que diversos pensamientos o intereses ajenos al arte se encuentran en la necesidad de someterlos a sus objetivos, la única actitud honrada y razonable es la de Platón que cuando llegó a la conclusión de que la poesía era una peligrosa rival de la filosofía que le disputaba el alma del ciudadano, decidió desterrarla de su República, aún cuando le fue difícil hacerlo por "un cierto amor y respeto que tenía desde pequeño por Homero". Pero, cómo él mismo dice, debemos honrar la verdad ante todo y limitar, en homenaje a ella, nuestros sentimientos y nuestros afectos por los seres humanos. Si pensamos que Platón fue, a su manera, uno de los más grandes poetas del mundo, podremos fácilmente calcular lo que cuesta, a veces, someterse al deber filosófico. Precisamente por esto no puedo dejar de sentir cierta desagradable sorpresa por esos intelectuales que al menos deberían saber que son criterios sin relación con la poesía los que los empujan a condenar determinados poemas o determinadas categorías de poemas; forman sus condenas presentándolas como reflexiones estéticas, cuando en realidad, con un procedimiento semejante, prestan un mal servicio a quienes quieren comunicarse con el arte y a quines tratan de comprender el verdadero sentido –si lo tiene- de sus disquisiciones.

            Sé que la apreciación crítica pura es un límite teórico inalcanzable, como la poesía pura que tanta tinta ha hecho correr no es, llevada al extremo, más que un punto de silencio. Pero eso es una cosa. Otra cosas totalmente distinta es tratar de poner un cierto orden en nuestras ideas y pretender saber en cada caso, lo más claramente posible, de qué estamos hablando. En este punto ni el filósofo, ni el sociólogo nos ayudan en nada, pues cuando aplican sus respectivas teorías no les importa invadir territorios que, como los del arte, no están de ninguna manera dispuestos a ponerse en su servicio. Sin embargo es, según parece, un gran logro que las cosas sean de distinta manera. Pues así como no todos los poetas tienen el arte de Homero, no todos los pensadores tienen la ética de Platón. Les es difícil decir como éste:

 

Amé y reverencié la poesía desde mi infancia, y lo que tengo que decir es tan grave y difícil como las palabras que intercambian los amantes cuando la separación es inevitable. Sin embargo debo hablar, pues por sobre todas las cosas debe honrarse la verdad: mi República no tiene necesidad de la poesía.

 

Pero desde aquella remota época, la importancia del arte en las cuestiones espirituales parece haberse acrecentado enormemente, y con una frase así nos arriesgaríamos a meter en dificultades nuestra posición o a pasar por los provincianos o beocios. Es mucho más cómodo elaborar nuestro juicio sobre el arte de tal manera que este último se vea obligado a vitorearnos con su potente voz.

            Desgraciadamente se produce el mismo fenómeno con la estética abstracta. También en este caso volvemos a encontrarnos con dogmas y dogmáticos que actúan de acuerdo con éstos. Lo único que distingue a esta especie de hombres de aquellos que antes mencioné es que éstos ya no creen en una determinada jerarquía de valores, en donde el arte desempeña un papel secundario, sino que creen en un determinado sistema estético, definido a priori y que debe obligatoriamente verificarse con el conjunto de obras de arte pasadas, presentes y futuras. Esta actitud evidentemente se vuelve contra ellos. Porque una cosas es decir "Lo que más me interesa es mi dios, y su tu arte no está de acuerdo con él, es obra del diablo, y lo arrancaré de raíz", y otra proclamar: "Lo que más me interesa es el arte, pero el arte es lo que a priori he definido como tal, y todo lo que no entre en mi sistema es nulo." Los anales de la historia humana están repletos de semejantes dogmatismos estéticos, que nos muestran cómo, al lado de escasos instantes luminosos, los malentendidos que mueven al mundo son infinitos, y nos dan, también, una lección de humildad.

 

El sentimiento de eternidad.

 

 

"El arte es obra del hombre." Es curioso que esta frase nos traiga a la mente imágenes de la vida vegetal: plantas acuáticas que estiran su cabeza sobre un tallo destinado a romperse durante una crecida; árboles indiferentes al viento, mientras sus raíces avanzan a ciegas en busca de una vena o una roca; madera que se convierte en navíos, navíos que naufragan. Pensemos en la historia de las plantas, decía Solomós, tal vez para enseñar a los futuros poetas a evitar el pensamiento abstracto.

            Por ser obra del hombre, a veces el arte prolonga increíblemente su fugaz existencia. Las generaciones florecen y caen como las hojas, las naciones desaparecen de la faz de la tierra; el arte permanece. Pero una vida humana, por larga que sea, aunque se midiera con la vida de la humanidad entera, tiene su principio y su fin. Lleva en sí la tara de la decadencia. Sin embargo el hombre está hecho de tal manera que no puede vivir sin la garantía de la eternidad. A veces sacrifica con facilidad su vida: la eternidad no la sacrifica. Los espíritus más sublimes que han pasado por el mundo, la han elegido sin dudarlo; la han preferido. Porque la idea de la eternidad, que parece ser una pausa, una brecha en nuestra vida terrestre, un relámpago que nos golpea en el momento presente, más que un interminable decurso del tiempo en el infinito, parece ser también algo radicalmente opuesto a la vida terrestre, tal como la entendemos.

 

…Aunque todo se acabe y se hunda y todas las cosas sucedan al revés y adversas, vano es el turbarse, pues, por eso, antes se dañan más que remedian. Y llevarlo todo con igualdad tranquila y pacífica, no sólo aprovecha al alma para muchos bienes, sino también para que en esas mismas adversidades se acierte mejor a juzgar de ellas y ponerles remedio conveniente.

 

Cito este pasaje de San Juan de la Cruz que me colma de alegría porque nos presenta una imagen perfecta del hombre poseído por lo eterno, y nos muestra cuán indiferentes pueden resultarle las peripecias del mundo terrenal. Un hombre así está en comunicación con Dios y no se inquieta demasiado por comunicarse con los hombres, ya que su experiencia es intransmisible. Pero el poeta, aun cuando su función poética tenga afinidades y analogías con el éxtasis del místico, se diferencia básicamente de éste en que poeta es quien siente la necesidad de transmitir a los demás el estado poético y consigue hacerlo. Pero para alcanzar este resultado debe valerse de medios humanos y relativos, que no podemos definir ni desde afuera ni a priori porque continuamente se mueven y cambian. Nuestra comunicación con lo eterno puede ser uno de los fines del arte, sin embargo, preferiría no pronunciar tan graves palabras a propósito de cuestiones en las que nuestras luces son tan escasas. Pero aunque esto fuera cierto, creo que no tendríamos fundamento ninguno para afirmar que lo eterno nos dicta normas sobre la manera de hacer buena o mala poesía. Porque como lo ha dicho otro devoto del absoluto: "Me gusta que lo eterno esté en su sitio, y lo eterno no está en su sitio entre los asuntos humanos". (Julien Benda)

            Y el arte, aunque sólo sea desde un punto de vista, el de ser un medio de comunicación, es un "asunto humano". Para su forma, sus medios de expresión, la cantidad de pensamiento analítico que debe contener, no hay una ley general análoga a las leyes del pensamiento científico, al axioma, por ejemplo, que dice: la suma de los ángulos de un triángulo es siempre igual a 180 grados. Como el geómetra que sostiene esta ley es anterior a la existencia de los hombres y seguirá existiendo aun después de la extinción de su raza, porque es independiente del tiempo, puedo a mi vez afirmar que la poesía de Esquilo, la música de Bach o el cuarteto Núm. 15 de Beethoven, aunque la tierra se desintegrara, seguirían existiendo eternamente. Pero creo que pecaría de ingenuo si creyera que de este modo expreso un concepto idéntico al que formuló mi amigo el geómetra.

            Porque lo que quiero decir es que las obras de arte me ayudan a acercarme a una idea de eternidad, a la que es totalmente indiferente que existan en nuestra tierra o allá en Marte seres que se comuniquen con los poemas o con la música. Se trata de una condición de fe que no tiene nada que ver con la utilidad de Esquilo o de Bach como ejemplos o como referencias artísticas; es una repentina interrupción del tiempo psicológico que ningún ángulo, ningún triángulo, ninguna suma podrá ofrecerme. En pocas palabras, lo que me hace expresarme de manera tan absoluta es algo fundamentalmente distinto de la función cognoscitiva del científico que formuló las leyes geométricas, pero análoga al móvil que empujó a San Juan de la Cruz a escribir el fragmento antes citado.

            Y así, no tengo demasiadas ganas de examinar aún si en el fondo de todo valor artístico hay un concepto situado en una escala jerárquica, en cuya cima se encuentra lo bello eterno y extemporáneo. Porque, sea todo esto cierto o no, creo que de ninguna manera es lícito afirmar que lo eterno y absoluto dictan leyes eternas y absolutas que, de ser transgredidas, impedirían realizar toda bella creación.

            Porque estas leyes no pueden ser sino relativas o concernientes a cosas temporales como son las obras creadas por el hombre y también nuestras sensaciones, nuestra razón y nuestra vitalidad anímica que nos permiten comunicarnos con esas obras. Si sostuviéramos una cosas así, cometeríamos dos errores representables: 1) haríamos que lo eterno y lo absoluto abandonaran su lugar, haciéndolos descender sobre los asuntos humanos, y 2) construiríamos un dogmatismo sobre un terreno que se mueve son cesar, dado que de tanto en tanto está obligado a apoyar una obra nueva que puede revelarse, no es improbable, como algo íntegro y sólido, aunque haya sido condenada por nuestros aforismos apriorísticos.

            Y no puede ser de otra manera. Limitado como es, el hombre no es capaz de descubrir sino una parte de la verdad, y en un momento determinado. Es pues, natural, que ha medida que transcurre el tiempo y nosotros con él, busquemos y luchemos por descubrir nuestra verdad. Y no es en absoluto improbable que esto signifique que la verdad es unigénita e inalterable mientras el hombre no puede alcanzarla, y no que la verdad sea como los bloques de hielo que acarrea un río al azar.



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