Milosz o la poesía de mañana y de siempre. - Augusto D’Halmar
Milosz o la poesía de mañana y de siempre.
Augusto D’Halmar[1].
“El número perfecto es el que elude toda idea de contar”
(filósofo chino).
Por los mismos días que sucumbía en el sur de Francia Antonio Machado, el Poeta con mayúscula de la España contemporánea, fallecía súbitamente en Fontainebleau, el viernes 3 de marzo de 1939, rodeado por sus trescientas avecillas, Oscar de Lubicz Milosz, acaso el poeta de los poetas de nuestra época. Y yo recuerdo la admiración que Machado sentía por él y que a él no le hubiese sido dable corresponderle, pues entre tantas cuantas lenguas poseía, ignoraba la castellana, es decir, no había llegado a utilizarla.
Sin embargo, este mismo Milosz es el autor de “Miguel Mañara” el Don Juan por excelencia, con cabal conocimiento del alma española y del ambiente sevillano, y su atavismo de una de las más vetustas razas, como viene a ser la lituano-báltica, colonia ibero-neolítica, con toda probabilidad, en el noreste de Europa, hermánase con la vasco-cantabra, sin duda la más vieja del continente europeo. Complacíase Milosz en disquisiciones antropológicas y filológicas y uno de sus más sensacionales libros fue “Los Orígenes Iberos del Pueblo Judío”, donde prueba, apoyándose en investigaciones de erudito y en intuiciones de iniciado, que Iberia es la cuna del Génesis.
Yo no pretendo tocar en este ensayo, la personalidad del sabio polígloto y del filósofo esotérico. Cuando por el tiempo, acaso llegará a ser objeto, como Swedenborg, de un culto nuevo. Su “Epístola a Storges”, publicada el 1º de enero de 1917 en la “Revista de Holanda”, se anticipó en varias semanas al prólogo en que Einstein enunció su Teoría de la Relatividad y sé de buena fuente que hubo de sorprenderles a ambos semejante coincidencia. Una vez más el vate vaticinaba adelantándose a la comprobación científica.
Pero insisto, no trataré de abarcar toda la labor de Milsoz, aunque algunas de sus obras de pensador pertenezcan todavía, como “Los Elementos”, “La Confesión de Lemuel”, “Ars Magna”, y “Los Arcanos” al dominio de la poesía, para concretarme a sus poemas, propiamente dicho, a su poesía pura. Por estar más a mi alcance y al de mis lectores y por ser la manifestación más clara y evidente de este genial. Cuyo adjetivo substantivado es la primera vez que yo empleo para un coetáneo mío. Unos cuantos rasgos biográficos pueden ayudar a esta síntesis.
Hace algunos años, exactamente en enero de 1932, estando aún en Europa, publiqué en el número 83 de “Atenea” de la Universidad de Concepción de Chile, un a modo de largo cuento o de novela corta, con clave, de abril del año anterior, intitulado “El Poeta Nacional”, dedicado a Milosz y confeccionado con ciertos elementos de su vida y de su obra. Todo un país, a la vez ancestral y reciente, la Lituania, considerábalo su genuino intérprete, a pesar de que veía obligado a leerlo traducido, pues su poesía se ha escrito en Francia y en francés y Milosz hasta desconocía su lengua materna. Se ha repetido con él el caso de Chopin, el cantor musical de la Polonia, de las polonesas y las mazurcas. La tierra de Paris abriga los despojos del compositor de Varsovia y del escritor de Kovno. Y estos son los abonos exóticos de esa privilegiada tierra, no perteneciente a todos, pero amasada por todos, quieran que no los parisienses.
Oscar de Lubicz Milosz era por línea paterna directo descendiente de los soberanos de Lausacia o Lausitz y, por ende, podía haber sido el pretendiente real de Lituania, si al emanciparla de Rusia el Tratado de Versalles se hubiese restaurado en ella la monarquía. Hubo un momento que en ello se pensó y, como Augusto Villiers de l’Isle Adam cuando renunció sus derechos a la corona de Grecia, por no tener traje de etiqueta para presentarse ante el Elíseo a reivindicarlos, Milosz me participó su posible elevación al trono de su país, una noche que, con billete de segunda clase, tomábamos en el Chatelet, el metropolitano del Nord-Sud, con dirección a la casa de Alejandro Sux, en Pigalle. En París no sorprenden estas transformaciones. Hasta 1903 daba lecciones de idiomas en el Barrio Latino un Karajeorgvich que pasó o volvió a ser Pedro I de Servia. En cambio Milosz y yo frecuentamos como simples particulares durante la guerra, a la última Obrenovich por alianza, viuda del monarca Milano, la ex reina regente Natalia, tambien de Servia, madre de Alejandro, marido de Draga y, más de una vez la ayudamos a poner en marcha el ascensor hasta el piso que ocupaban cerca de la Estrella, en una calle que yo sabría hallar pero cuyo nombre se me escapa, los príncipes Luciano Bonaparte y su hija Leticia.
Por segunda línea materna, Milosz tenía ascendencia hebrea, y de ahí, seguramente, su vocación por los estudios de la Cábala y el Talmud. Su infancia entre el terrible Sire semidemente que era su padre y la humilde y bellísima agarena, que fue su adre, se transparenta en sus “Sinfonías”. Como en su novela magistral “La Amorosa Iniciación”, se funde con la suya la figura de un abuelo del siglo XVIII que se “mesalió” en Venecia con una grande artista italiana de entonces, cuya capitosa sangre vino a mezclarse también con la de esos señores de horca y cuchilla medievales.
Milosz hereda en Rusia enormes señoríos que después fueron confiscados por los Soviets, y pasea su juvenud, de Whitechapel en Londes, a Freda en la Varsovia chipiniana, del Canto-de-los-Pájaros-Strauss, en Francfort, a Soho y Mile-End-Road, a través de los suburbios de Kieff y del guetto de Venecia, de Saint Clement Danés, de Hamburgo, a Saint Julien-le-Pauvre, junto al Sena, y de la calle Toledo de Madrid, a la Vía Toledo de Nápoles. Sus largas piernas de liebre audaz o de ahorcado, como él las llama, midieron como un compás el tedio de todas las rutas del mal llamado Viejo Mundo. Bordeó también, sin internarse, el Continente Negro, pero no supo del Asia, eso sí inmemorial. En este sentido Gabriel Miró, el autor de “Las Figuras de la Pasión” y él, han envidiado mi suerte de viajero: uno y otro inquirieron de mí acerca de la Tierra Santa y la Tierra Prometida, de sus devociones. Y ahora me aguardan los dos en el Valle de Josafat.
“De profundis clamavit”. El canto milosziano se exhala desde las honduras de uno de los más intensos espíritus que hayan sido, hacia las alturas. Es una lírica beethoviana. Y es la sola vez que puede no parecer sacrílego semejante símil. Por mí sé decir que, haciendo caso omiso del Milosz erudito y aún del Milosz poeta, de cuantos han coincidido conmigo en este mundo y esta existencia, Milosz ha sido el hombre más excepcional que me fuera dado conocer, el más vario, más completo, más entrañable. Toda un ala de mi vida se desploma con su muerte. ¿Dónde está ahora ese a la vez turbio y preclaro espíritu? Porque, pese al pesimista escepticismo que nos ha venido privando de toda fe y toda esperanza, se hace duro creer que un ánima de ese temple, haya podido desvanecerse y anonadarse. Gran creyente, él no hubiera titubeado. Pero su sublime creencia era rayana casi con una negación absoluta y resultaba tan desolada como mi duda. Porque, aunque no se experimente el vértigo en las alturas, siempre ha de sufrirse del frío y la cruda clarividencia. Prefiero imaginármele bajo una forma más terrena y familiar, en ese simbólico Lofoten de Islandia, el ultra boreal cementerio de las cinco tierras y los siete mares:
Todos los muertos están ebrios de lluvia vieja y sucia
En el cementerio extraño de Lofoten.
El reloj del deshielo titaquea lejano
En el corazón de los féretros pobres de Lofoten.
Y gracias a los agujeros abiertos por la negra primavera
Los cuervos están cebados de fría carne humana;
Y gracias al débil viento de voz de niño
El sueño es grato para los muertos de Lofoten.
Yo no veré probablemente nunca
Ni el mar ni las tumbas de Lofoten
Y sin embargo es en mí como si yo amara
Ese lejano rincón de tierra y toda su pena.
Vosotros desaparecidos, vosotros suicidas, vosotras lejanas
En el cementerio extranjero de Lofoten
-El nombre suena a mi oído extraño y suave-
¿Dormís o verdaderamente, decidme, es que dormís?
Y ha de quedar flotando tras él, como una estela de estrellas, la inmensa piedad, la ternura desesperada de ese “Talita Cumi”, en hebraico ¡Levántate mujer! Que hará pensar y sentir más a los lectores que cuanto comentario pudiera yo ir sugiriendo en el decurso de estas evocaciones. Es uno de los poemas que traduje, como nadie hubiera podido intentarlo dada nuestra identificación, para hacerlo conocer en España, en 1922, inspirándole en una de sus cartas el concepto de “en fin Notre Seigneur Don Quichote pourra me lire dans sa langue!” y, como agradecimiento final, la otra frase para mí inolvidable de “j’embrasse ta belle tete de Pharaon tourmenté par l’insomnie”.:
Te conozco desde hace ya diez años sobre la tierra suspendida en el silencio,
Hija del destino; y es tu pobre imagen la que se me aparece siempre la primera
En la lucidez de mis despertares del declinar de la noche,
Cuando siguiendo en espíritu al Cosmos en su vuelo mudo
De repente siento abismarse en mí el universo como aspirado por el vacío de todos estos días.
Yo soy entonces como una cosa ardiendo sobre el río en la noche de estío
Y la llave del sol está bajo mi mano, que abre las Realidades espejeantes de una niebla de espíritus
Y por cierto, una sola palabra, y, en este país de la vida donde tengo más de un servidor deslumbrante
Me aparecerían formas harto distintas a la tuya, guijarro recogido aquí para el recuerdo.
Pero, ¿no te he amado con humildad en esta pequeñísima sucesión de días?
Yo partiré muy pronto ¡oh mitad de corazón, mitad de corazón tirada
Al lodo y al frío y la lluvia y la noche de la ciudad!
¡Oh mi pajarillo domesticado amenazado por el invierno!
Escúchame. Abre de par en par ese algo en ti que tú no conoces
Y trata, suceda lo que suceda, trata de retener en tu minúscula memoria
Este consejo de uno que ha madurado con la ortiga en el largo y tórrido verano de la amargura:
¡Trabaja!
No tientes al rey terrible de la vida, al dios en movimiento.
Implacable de los caminos del mundo, al ídolo en el carro de ruedas trituradoras.
¡Trabaja, niña! Porque estás condenada, débil, a vivir largo tiempo
Y yo no quisiera evadirme de estas ensordecedoras galeras
Con la pobre imagen de lo que tú serás un día:
Una muchachita convertida en una viejecita
Con amargos cabellos blancos bajo el chal, no sé en que agrio y negro arrabal
Y sola en la ribera con el río, un fardo de terror
En las espaldas, hermana de las húmedas piedras y de los grandes, grandes árboles desnudos.
Ahórrame esto. Porque yo estaré pavorosamente ausente, despertado para siempre
En uno de los dos Reinos, no sé en cuál, el tenebroso
Me temo, pues hay en mí algo que arde con un fuego bajo y juzgado.
Y yo te lo repito, gorrión de miseria, tú estarás sola en esta vida atroz
Como hacia el amanecer avaro y lívido del Sena
Abandonado de todos el farol rojo y verde.
Yo no sé a quien ha matado mi corazón; pero al morir, el malvado,
¿No le ha legado toda su fúnebre realeza de compasión a mis huesos? ¡Niña!
Es un dolor que no puede expresarse. El hombre atacado de ese nocturno mal
Sufre omnisciente y mudo, como las piedras de los cimientos en el moho de las tinieblas.
Yo bien sé que es Él, Él, cuyo nombre secreto es: el Separado-de-Sí-Mismo,
Que sufre en nosotros; y que cuando haya pasado al fin
La noche sin flores y sin espejos y sin arpas de esta vida, un canto
Vengador, un canto de todas las auroras de la infancia,
Se romperá en nosotros como el cristal inmenso de la mañana
Al grito de los alados, en el valle de rocío,
Yo, ya lo sé. Pero esta pobre imagen de tu vida en el porvenir solitario, eso
No puedo soportarlo, es un verdadero terror de insecto en mí,
Un grito de insecto en el fondo de mí
Bajo las cenizas del corazón.
Y ahora, aquellos a quienes nos cupo en suerte amar a este auténtico genio, este hombre el más humano que fuera dable, recojámonos en nuestro fuero interno y con estoicismo pensemos, sin duelo, sin gozo, que su ausencia viene a ser, para nosotros, una razón menos de vivir y una más de morir.
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