febrero 08, 2009

El Jinete noble y el sonido de las palabras. I. [Wallace Stevens]




En el Fedro, Platón se refiere al alma con una imagen. Dice:

Sea su símil el de la conjunción de fuerzas que hay entre un tronco de alados corceles y un auriga. Pues bien, en el caso de los dioses los caballos y los aurigas todos son buenos y de buena raza, mientras que en el de los demás seres hay una mezcla. En el nuestro, está en primer lugar el conductor que lleva las riendas de un tiro de dos caballos, y luego los caballos, entre los que tiene uno bello, bueno y de una raza tal, y otro que de la naturaleza y raza es lo contrario de éste. De ahí que por necesidad sea difícil y adversa la conducción de nuestro carro. Pero ahora hemos de intentar decir la razón por la que un ser viviente es llamado mortal e inmortal. Toda alma se cuida de un ser inanimado y recorre todo el cielo, aunque tomando cada vez una apariencia distinta. Mientras es perfecta y alada camina por las altura y rige al universo entero; pero aquella que ha perdido las alas es arrastrada hasta alcanzar algo sólido en donde se instala. (Versión de L. Gil, Ediciones Guardarrama, Madrid, 1969.)

Reconocemos de inmediato en esta imagen la pura poesía de Platón; y al mismo tiempo reconocemos lo que Coleridge llamó el entrañable y maravilloso sinsentido de Platón. La verdad es que, apenas acabamos de leer este pasaje, nos identificamos con el auriga, mejor dicho, nos ponemos en su lugar y, a las riendas de sus caballos alados, nos encontramos recorriendo el ancho cielo. Luego, de repente, tal vez recordemos que el alma ya no existe, y entonces nuestro vuelo desciende y se asienta en tierra firme. La imagen se vuelve anticuada y rústica.


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¿Qué es lo que en realidad ocurre en esta breve experiencia? ¿Por qué esta imagen, que durante tanto tiempo ha resultado eficaz, se convierte en mero emblema de una mitología, en el recuerdo rústico de una creencia en el alma y en la distinción entre el bien y el mal? La respuesta a estas preguntas, creo yo, es sencilla.

He dicho que de repente recordamos que el alma ya no existe y nuestro vuelo se abate. En este sentido, ya no existen los aurigas ni los carros. En consecuencia, la imagen no se vuelve irreal porque estemos preocupados por el alma. Además, las cosas irreales tienen su propia realidad, en poesía como en todo. En poesía no dudamos en entregarnos a lo irreal, cuando cabe la posibilidad de entregarnos. La existencia del alma, de los aurigas y de los carros, y de los caballos alados, no hace al caso. No existían para Platón ni tan siquiera el auriga y el carro; pues, sin duda, el auriga que conducía su carro por el cielo era para Platón exactamente lo mismo que para nosotros. Era tan irreal para Platón como lo es para nosotros; sin embargo, él podía entregarse, tenía la libertad para entregarse, a este esplendoroso sinsentido. Nosotros no podemos entregarnos. Nosotros no tenemos libertad para esa entrega.
Así como la dificultad no es una dificultad relativa a las cosas irreales, puesto que la imaginación las acepta y puesto que la poesía del pasaje es para nosotros absolutamente poesía de lo irreal, la dificultad tampoco es emocional. Algo distinto de la imaginación se siente conmovido por la afirmación de que los caballos de los dioses son todos nobles, y de noble raza o estirpe. La afirmación es conmovedora y pretende serlo. Es insistente y su insistencia nos conmueve. Su insistencia es la insistencia de un hablante, en este caso de Sócrates, que de momento se complace, aunque sea un placer momentáneo, en la nobleza y en la noble estirpe. Estas imágenes de nobleza se convierten inmediatamente en la nobleza misma y determinan el plano emocional en que hay que leer el par de páginas siguientes. La figura no pierde su vitalidad a resultas de ningún fallo sentimental por parte de Platón. Éste nos informa de la nobleza con frialdad. Sus corcéles no son corceles de mármol, la mención de su estirpe los salva de eso. El hecho de que los caballos no sean caballos de mármol salva, además, al auriga de ser, digámoslo así, una criatura nebulosa. El resultado es que nosotros reconocemos, aun si no llegaramos a comprenderlos, los sentimientos que el recio poeta percibe con claridad y fluidez en sus imágenes mentales y que, gracias a su reciedumbre, nos transmite con claridad y fluidez mucho más que las imágenes mismas. Sin embargo, no nos entregamos del todo. No podemos. No nos sentimos con esa libertad.
Al tratar de descubrir qué es lo que se interpone entre la figura de Platón y nosotros, tenemos que aceptar la idea de que, por muy legendaria que parezca, la idea ha tenido sus visicitudes. La historia de una figura del lenguaje, o la historia de una idea, como la idea de nobleza, no puede ser muy distinta de la historia de cualquier otra. Lo que interesan son los episodios, en este caso el episodio de nuestra timidez. Por nosotros entiendo a ustedes y a mí; pero no a ustedes y a mí como individuos sino como representantes de un estado mental. En su obra sobre Vico, Adams puntualiza que la verdadera historia de la especie humana es la historia de sus sucesivos estados mentales. Es una observación pertinente para esta relación. Podemos presuponer que a lo largo de la historia de la figura platónica las respuestas han variado constantemente; que estos cambios han sido psicológicos y que nuestra personal timidez no es más que uno de los estados mentales debidos a esos cambios.
El problema específico consiste, en parte, en el carácter del cambio y, en parte, en la causa del cambio. En cuanto al carácter, el cambio es como sigue: la imaginación pierde vitalidad conforme cesa de apegarse a lo real. Cuando se apega a lo irreal y refuerza lo irreal, si bien el primer efecto puede ser extraordinario, ese efecto es el máximo efecto que obtendrá. En la figura de Platón, la imaginación del autor no se apega a lo real. Por el contrario, habiendo creado algo irreal, se apega a ello y refuerza su irrealidad. El primer efecto, el efecto de la primera lectura, es su máximo efecto, el momento en que la imaginación, al conmovernos, nos coloca en el lugar del auriga, antes de que la razón nos frene. El caso es que entonces concedemos que la figura es del todo imaginaria. Al mismo tiempo, decimos que no tiene la menor significación para nosotros, excepto por su nobleza. De manera que, si bien nos conmueve, nos conmueve en tanto que observadores. La reconocemos perfectamente. No la comprendemos. Entendemos su sentimiento, su recio sentimiento, que se nos transmite con claridad y con fluidez. No obstante, entendemos más bien que participamos en ella.


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Lo que acabamos de decir demuestra que existen grados de imaginación, lo mismo que existen, por ejemplo, grados de vitalidad y, por lo tanto, de intensidad. Lo cual supone implícitamente que hay grados de realidad. El discurso sobre estos dos elementos parece interminable. Por mi parte, yo simplemente pretendo seguir, de una forma muy apresurada, los avatares de la idea de nobleza en cuanto característica de la imaginación, e incluso como su símbolo o alter ego, a través de los distintos episodios de su historia, con objeto de determinar, si es posible, cuál ha sido su sino y qué ha determinado ese sino. Lo dicho hasta aquí sobre la figura del auriga puede servir de ilustración.
Me gustaría pasar ahora a otros ejemplos de la relación entre imaginación y la realidad, y especialmente a ejemplos que constituyan episodios de la historia de la idea de nobleza. Sería agradable pasar directamente del auriga y sus corceles alados a Don Quijote. Sería una especia de regreso desde lo que Platón llama "la espalda del cielo" al propio terreno de uno. Sin embargo, existe Verrocchio (como uno más entre otros) con su estatua de Bartolommeo Colleoni, en Venecia, que se interpone en el camino. No lo he escogido por ser un neoplatónico para que nos retrotraiga de la época moderna a la de Platón, aunque de hecho crea esta relación, lo mismo que a través de Leonardo, su discípulo, refuerza la relación. Lo he elegido porque allí, en los límites del mundo en que vivimos hoy, creó una forma de nobleza que nunca ha cesado de engrandecernos a nuestros propios ojos. Es algo así como la forma de un hombre invencible que, lenta y audazmente, ha atravesado todos los enfrentamientos bélicos del pasado y se desenvuelve dentro de nuestra niebla sin que se le caigan de las manos las riendas del brioso corcel, sin desprenderse del casco y sin relajar su porte de guerrero de noble estirpe. ¿Qué otra cosa podría ser sino intrépido, qué otra cosa sino indomable, el hombre de cuyo lado luchase ese jinete? Se deja sentir que la pasión de la retórica comienza a despertar e incluso excitarse; y uno piensa que, después de todo, el estilo noble se limita a perpetuar el estilo noble en todo cuanto crea. En esta estatua, la contraposición entre la imaginación y la realidad es demasiado favorable a la imaginación. Nuestra dificultad no se debe fundamentalmente a ningún detalle. Se debe fundamentalmente al conjunto. Lo que importa no es tanto analizar la dificultad cuanto determinar si la compartimos, si descubrimos dónde radica, si consideramos esa muestra del genio de Verrocchio y del Renacimiento algo de un trinfalismo fuera de lo normal, que ya no es un objeto apropiado para estar al aire libre, o bien si lo consideramos, hablando en los términos del Dr. Richards, algo que es una mediación inagotable, o dicho a mi manera, un objeto cuya nobleza responde a las exigencias más minuciosas. En la actualidad parece, lo que muy bien podía no parecer hace escasos años, un poco abrumador, un poco aparatoso.




Sin duda, Don Quijote podría ser Bartolommeo Colleoni en España. La tradición italiana es la tradición de la imaginación. La tradición española es la tradición de la realidad. No hay ninguna razón evidente para que no hubiera sucedido lo contrario. Si la observación es exacta, indica que la relación entre la imaginación y la realidad es, más o menos, una cuestión de exacto equilibrio. No se trata de la diferencia que hay entre extremos grotescos. Mi intención no es contraponer a Colleoni con Don Quijote. Lo que quiero decir es que del uno se pasó al otro, que el uno se convirtió en el otro y pasó a ser el otro. La diferencia entre ambos es que Verrocchio creía en una clase de nobleza y Cervantes, si es que creía en algo así, creía en otra clase. Para Verrocchio se trataba del estilo noble, cualquiera que fuesen sus preocupaciones respecto a la nobleza del hombre como animal real. Para Cervantes la nobleza no era algo propio de la imaginación. Era una parte de la realidad, era algo que existe en la vida, algo tan verdadero para nosotros que corre el peligro de dejar de existir si lo aislamos, algo que la mente contiene como una tendencia precaria. Tal vez esto sean palabras. No obstante, es indiscutible que Cervantes buscaba establecer el debido equilibrio entre la imaginación y la realidad. Conforme nos acercamos a nuestros tiempos con Don Quijote y conforme aunamos la inteligencia común a los dos periodos, podemos derivar tanta satisfacción de la restauración de la realidad que lleguemos a sentirnos prejuiciosos contra la imaginación. Estos es alcanzar una conclusión prematura, al margen de que sea una conclusión respecto a algo sobre lo que no cabe conclusión posible ni deseable.



Hay en Washington, en Lafayette Square, que es la plaza a la que mira la Casa Blanca, una estatua de Andrew Jackson montado en un caballo que tiene una de las colas más hermosas del mundo. El general Jackson se levanta el sombrero con gesto de alegría, saludando a las damas de su generación. Uno mira esta obra de Clark Mills y recuerda el comentario de Bertrand Russell sobre que hacerse inmune a la eloquencia tiene la máxima importancia para los ciudadanos de la democracia. Nos vemos forzados a pensar que Colleoni, en tanto que mercenario, era un hombre mucho menos formidable que el general Jackson, que significaba menos y para un menor número de personas y que, si Verrocchio hubiera aplicado su prodigiosa poesía a Jackson, todo el aspecto actual de los Estados Unidos podría ser imperial. Esta obra es una obra de la fantasía. El Dr. Richards cita la teoría de Coleridge de que la fantasía es lo opuesto a la imaginación. La fantasía es una actividad de la mente que reúne cosas por elección, no por obra de la voluntad en cuanto principio de la existencia de la mente que se esfuerza por realizarse en el conocimiento de sí misma. La fantasía consiste, pues, en el ejercicio de elegir entre objetos previamente dados por la asociación, una selección hecha para propósitos que no se conforman entonces y allí sino que han sido previamente fijados. Nos ocupamos, pues, de un objeto que ocupa una posición tan sobresaliente como la de cualquiera de los que puedan encontrarse en Estados Unidos y en el que no se percibe el menor rastro de imaginación. Si se considera que esta obra es típica, resulta evidente que la voluntad norteamericana como principio de la existencia de la mente satisface fácilmente sus empeños por realizarse mediante el conocimiento de sí misma. La estatua puede descartarse, no sin decir de nuevo que es algo que por lo menos nos hace conscientes de nosotros tal como éramos, si es que no como somos. La estatua no pertenece a la imaginación ni a la realidad. El que sea una obra de la fantasía le imposibilita ser una obra de la imaginación. Basta una mirada para ver que es irreal. Lo que impota en todo esto es que puede haber obras, y en contreto poemas, en las que no estén presentes ni la imaginación ni la realidad.
El otro día estaba yo leyendo un comentario sobre un artista norteamericano [Reginald Marsh] del que se ha dicho que ha "dado la espalda a las teorías y a los caprichos estéticos del momento, e instalado en sus cuarteles de la parte baja de Manhattan." Acompañaba el comentario la reproducción de un cuadro titulado Caballos de madera. El cuadro representa un tiovivo, probablemente varios. Uno de los cabalos parece estar pegando un salto. Los otros van a todo correr, todos pugnando por atrapar el bocado entre los dientes. El caballo en el centro del cuadro, de color amarillo, lleva dos jinetes, un hombre vestido con un disfraz de carnaval, que ocupa la montura, y una rubia que se sienta muy adelantada sobre el cuello del animal. El hombre tiene los brazos metidos bajo los brazos de la mujer. Se mantiene muy tieso, para alejar el cigarro que fuma de los cabellos de la mujer. Ella lleva los pies metidos en un segundo par de estribos más cortos. Tiene piernas de lanzadora de martillo. Es evidente que la pareja está habituada a los caballos de madera y que le gustan. Un poco detrás de ellos hay una chica más joven que monta sola. Es robusta de cuerpo y le ondea el pelo al aire. Viste un chaleco de manga corta rojo, una falda blanca y un llamativo brazalete de coral rojo. Tiene los ojos clavados en los brazos del hombre. Aún más atrás, hay otra chica. No se le ve mucho más que la cabeza. Lleva los labios pintados de color rojo intenso. Da la sensación de que sería preferible que alguien la sujetara encima del caballo. A nosotros el único aspecto que nos interesa de este cuadro es que se trata de la representación de una realidad escabrosa e hilarante. Es un cuadro que se inclina absolutamente a lo real. no carece de imaginación y está lejos de carecer de teoría estética.





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