julio 05, 2006

Rescatando al poeta chileno Carlos Casassus.

Presentamos el prólogo de su libro "Mi Atlántida", para en la siguiente entrega revisar los poemas de este particular libro en el contexto de la poesía chilena.

Carlos Casassus. Mi Atlántida.
Prologo.

Manuel Eduardo Hübner.
Santiago, Septiembre de 1959.


Chile es ya tierra reconocida de poetas. Tal vez por eso mismo no resulte fácil serlo en ella. Al menos, en cuanto a poeta integral, a lírico que vive en función de su poesía.
Carlos Casassus viene a ser uno de los casos, poquísimos, en que un poeta chileno, un poeta de perfil propio, logra vivir su propia poesía a lo largo de toda una vida. De vivirlo con una autenticidad que ha conquistado el respeto de todos, hasta de los que otrora se mofaron o le desconocieron el derecho de ser peta en todos los actos de su existencia.

Cosa difícil en un país sobrio de gestos y corto de palabras. En un medio que tiende a aplastar gallardías personales. Una colectividad en que salvo cuna o dinero, poder político o gloria deportiva, raro es el individuo que sobresale en razón de su espíritu o personalidad. Las excepciones, poco numerosas, no hacen sino confirmar el aserto de que en Chile lo colectivo se sobrepone a lo personal, la eficiencia puede más que el brillo, la ponderación más que la fantasía.
A lo largo de nuestro siglo XIX, la poesía fue una actividad un tanto honorífica. Se era poeta con cierta circunspección ciudadana. Los poetas lo eran por añadidura, por título complementario. Políticos, diplomáticos, catedráticos, señores de pro, pulsaban la lira como hubieran tocado el clavicordio. Y aún cuando su música tenía un publico escogido y comunicaba a través de él con las apetencias culturales del país de aquel entonces, no dejaba de ser arte, o una forma de arte, distante de la vida del común de las gentes.

Desde el Certámen Varela y el fulgurante paso de Rubén Darío de “Azul” por el Chile de Balmaceda, aquello cambió. Con el siglo, la poesía se hizo rebeldía, rareza o drama íntimo. La miseria de Pezoa Véliz, la angustia de Pedro Antonio González; la incomprensión que rodeara a Samuel A. Lillo, a Bórquez Solar, a Dublé Urrutia; la extrañeza despertada por Pedro Prado, Magallanes Moure, “Los Diez”; el asombro un tanto escandalizado que rodeara a Vicente Huidobro y la coruscante “generación del 10”; la estupefacción con que fueron seguidos Gabriela Mistral desde su aparición, Pablo Neruda en su increíble carrera de poeta universal; Pablo de Rokha con su vivir altivo e insobornable. Todos contribuyeron, de generación en generación, si es que por ellas se entienden coincidencias cronológicas o afinidades de estilo y expresión poetica, a que la poesía adquiriera, al fin, hacia 1930, carta de ciudadanía.

Mas aun distaba del vulgo. Fueron menester otros veinte años para que la poesía constituyera oficio conocido en Chile o, al menos, ejercicio legítimo de una expresión de la personalidad, tan valorable como cualquier otra.

Los movimientos político-sociales del 20 al 52 por una parte, el desenvolvimiento económico y técnico del país por otra, la multiplicación de periódicos y editoriales, el desarrollo de la radio y el cine, el de la publicidad moderna. Todo coadyuvó a dar un lugar honorable al poeta en la vida chilena. No un sitio privilegiado, cual en Colombia, por ejemplo, o de cierta categoría oficial, como en Venezuela o Centro América. Pero sí un puesto digno en la colectividad. Digamos mejor, una actividad respetable y hasta remunerativa según quien fuera el poeta, pero de todas suertes, un quehacer complementario, más cercano al ‘hobby’ que a la profesión o al medio de vida.
Hasta hoy día no es fácil ser poeta a secas en Chile.

Quienes lo han sido, Gabriela, Huidobro, y lo son como Neruda y De Rokha, sólo confirman la regla. Pues Gabriela vivió en sacerdocio universal de poesía y puso tanto genio en su vida de gran poeta como en sus poemas o su deslumbrante prosa. Y Huidobro, acróbata genial del pensamiento y señor del verso más encendido de creación, jugaba con las palabras y las actitudes como con la vida. Podía hacerlo. Era rico y aristócrata. Neruda, en cambio, llegó, por genio poético y vía política, a producir poesía con una honradez literaria vecina a la ferocidad, apostrofando con violencia a tirios, a troyanos y a cuantos le vinieron ganas.

Carlos Casassus es, en cierto modo, el resultado de toda esa evolución de medio siglo. No sólo fruto sino también uno de sus principales protagonistas. No sólo poeta de una generación a la cual ya habían abierto camino las anteriores. También un actor muy activo en esta rápida transformación de la conciencia pública chilena, que entre dos guerras mundiales aprendió el valor de la música y las artes plásticas y pudo mirar cara a cara a la poesía.

Sólo que Casassus es, en sí mismo, uno de los escasos poetas que en Chile han tenido la osadía de serlo desde la adolescencia. Como el coraje de seguirlo siendo a los sesenta años, a la edad en que otros corazones no pueden sacudir las cenizaso las nieblas del invierno inevitable. Nó. Casassus — y este es uno de los prodigios humanos — continúa viviendo en una primavera emocional año a año reverdecida. ¿Milagro de juventud? Sí; pero por sobre todo, milagro de poeta auténtico, irremediable, que trasunta poesía, que la vive en sus entrañas o que, como escribiera Joaquín Edwards Bello en el prólogo al primer libro definitivo de Casassus, “lleva el verso pronto en las puntas de su persona como electricidad ingénita”.

Así, poeta hasta los tuétanos, ha querido, ha sabido y ha podido vivir como poeta. Todo lo demás de su vida carece de importancia junto al hecho esencial: el ritmo interior que estalla en poemas, en palabras, en recitaciones; que determina cada acto de su vida cada día y apenas reposa en la hora del sueño, o interviene bruscamente en él; que conduce al hombre por la existencia como un sonámbulo de ojo atento y sentido alerta, presto siempre, a toda hora en cualquier minuto, a presentir, a captar, a escribir, a expresar la emoción poética o el culto contenido lírico de las cosas.

El hado no le ha permitido ganar en lontanas tierras, como a Gabriela Mistral o a Pablo Neruda —Premio Nóbel o Premio Stalin—, gloria y dólares a puñados. O como a Vicente Huidobro, “ancient enfant terrible” de una clase social santiaguina, capturar la fama en París y el Viejo Mundo y disponer por sí mismo de dinero suficiente. Mucho menos el destino de otros poetas y escritores, como Humberto Díaz Casanueva, Juan Guzmán Cruchaga, Salvador Reyes y Carlos Morla Lynch, Miguel Serrano y Fausto Soto, que han creado su mundo expresional en la paz a veces mullida de la diplomacia. Y ni siquiera, cual ayer Francisco Contreras en París, y después Garrido Merino, en Madrid, Juan Marín en Washington o Rosamel del Valle en Nueva York, podido proseguir la obra propia en medios culturales de tantos estímulos como recompensas.
Casassus apenas ha salido de Chile. No ha ido más allá de los países aledaños. Buenos Aires, La Paz o Lima no pudieron determina, como en sus compañeros de creación poética o literaria, su vida, su poesía o su desarrollo espiritual. Todo lo ha hecho en Chile, año a año, con el esfuerzo diario de sobrevivir, el con mayor aún de hacerlo sin concesiones a la vulgaridad, a la comodidad, la transacción con los demás. Y no por orgullo o altanería. Menos aún por menospreció a las gentes comunes. Nó. Por convicción honrada del propio valer. Por modestia casi altanera en razón de su propia legitimidad. Una vida aparte. Una obra autónoma. Un camino propio. Una existencia libre.

Carlos Casassus nació en Iquique, entonces 1889 —puerto bullanguero y cosmopolita, puerta principal del oro blanco del salitre, y las pampas del Norte Grande. Pero creció y se formó en otro puerto, en Valparaíso, a la sazón cruce de caminos marítimos y punto de cita de navegantes, aventureros, cortesanas, bandidos; de “Hombres de todas partes de la tierra — blancos, negros, amarillos — con idiomas distintos — con ojos diferentes, — y con la misma pena…” Así en su perdurable poema “El Puerto”, el que en 1924 conquistara el Premio Único de Poesía en los Grandes Juegos Florales organizados por “Zig-Zag”, y “La Nación”, cantó él mismo al viejo Valparaíso. Es el poema inicial del libro “Altamar”, prologado por Joaquín Edwards Bello en uno de los retratos más penetrantes salidos de la pluma del notable escritor chileno.

Era inevitable que Casassus naciera en un puerto y se formara en otro, en épocas en que ambos se poblaban de mástiles y de chimeneas. El litoral chileno, todavía no deprimido por el Canal de Panamá, era zona de atracción para los marinos, los comerciantes, los soñadores de todo el mundo.

Casassus fue el popularísimo “Poeta del puerto”, ganador de todos los premios, triunfador de todos los Juegos Florales, coronador de todas las Reinas de las Cortes de Amor. Popularidad que provenía del poeta y del hombre a la par. Pues Casassus, buen escolar y universitario, no sólo destacaba en los estudios. Nadaba, boxeaba, corría, saltaba, formaba parte —centro delantero— de los primeros equipos del “Everton”. Deportista, estudiante, poeta, músico, tenor, pintor, dibujante. ¿Qué más para ser, un poco a la fuerza, el mimado de Valparaíso de las libras esterlinas y las especulaciones bursátiles? “Casassus en el puerto antilírico era la excepción brillante”, registó Edwards Bello en su prólogo a “Altamar”.

Un buen día, allá por el 23, ahito de triunfos porteños, Casassus vínose a Santiago, a “conquistar la Capital”. Ni más ni menos. Y lo logró. Lo testimonió Hernan Díaz Arrieta, brillante Premio Nacional de Literatura. En su última “Crónica Literaria” del año 1928, retrató el crítico al poeta y analizó su “Altamar” en palabras que no han pasado para sus lectores:

“Era el poeta de Valparaíso que venía a la conquista de Santiago. Y ya Casassus ha realizado su propósito: Santiago le pertenece por derecho de conquista; nadie que se respete puede ignorar su nombre y lo que al principio en los labios de los necios, quiso ser sonrisa burlona por el desplante de este muchacho tan seguro de sí mismo, se ha cambiado luego en expresión de simpatía franca, de estimación verdadera, no sin cierta admiración en el fondo. Las personalidades vigorosas se imponen siempre, y Casassus, antiguo boxeador de peso pluma, conocedor de noches triunfales en el ring, posee un temperamento definido que domina. Cuentan que como orador ha obtenido triunfos fantásticos, y provocado delirios de entusiasmo. No lo dudamos. Tiene algo de irradiante difícil de encontrar en nuestra raza”.

¿Cuál, ahora, la obra literaria de Casassus y cómo clasificar, entre el piélago de sus escritos, los cuatro volúmenes que ha publicado —1918 a 1941— en veintitrés años? ¿Cómo hacerlo dentro de una poesía como la chilena, en que se han sucedido, con militar regularidad de regimientos en desfile, desde comienzos de siglo, una y otra generación poética, todas llenas de consecutivo talento, todas peraltando media docena o más de nombres que en otro país serían considerados poetas nacionales de categoría?.

No es fácil. Casassus resulta demasiado independiente, alejado de toda escuela, libre de influencias inmediatas. Sin embargo, aún leyéndolo a ojo de avión, pede discernirse en él, desde los trémulos, armoniosos poemas de “Latidos”, a un modernista post-rubendariano dotado de fuerte temperamento poético. A un poeta “per se”. Uno que deja fluir su canción con naturalidad y ritmo singulares. Cuyo verso se cuaja dentro del alma y sale al papel casi sin esfuerzo, laborío alguno. En que sencillez, musicalidad y sobre todo emoción, brotan espontánea presión interior. Pues lo que escribiera Casassus en aquella primera etapa que termina en “Altamar” a los treinta años, a la edad en que la mayor parte de los poetas dejan de serlo en Chile, tiene, con una u otra forma o temáticas la misma “nota” que Alone subrayara en su crítica de entonces: “la desnudez para entregar el pensamiento y el sentimiento”.

Quedó ella en claro, vibrando, en “Altamar”. Lo destacó Edwards Bello. La captó y elogió Alone, no sin reparar en defectos inevitables del poeta directo y casi elemental; lo que por exceso de composición puede caer en la retórica y llegar a desnaturalizarse. Por fortuna, el adobo formal sólo se advierte en pocos de los cincuenta y un poemas de su primer libro consagratorio.
Saboreó, antes de su segunda obra trascendente, otro triunfo nacional, prolongado hasta hoy: el poema “El Embrujo de la Cueca”, interpretación lírica, veloz y restallante, salpicada de gracia criolla y hasta onomatopéyica, de rápido ritmo y quebrada factura, sin dura el de temática folclórica que más fama ha conquistado en Chile y mayor resonancia ha tenido en el extranjero. Como que la RCA Victor lo grabó en disco, y se tradujo al portugués, al italiano y al francés. Como que se le declama en cualquier fiesta criolla, reunión campestre o velada escolar. Y que el propio poeta, excelente intérprete, se ve obligado doquiera que ve, a repetirlo de viva voz. Menos mal que Casassus, dotado de una memoria aterradora, que reescribió, integramente, los originales de “Altamar”, desaparecidos en el incendio de una pensión estudiantil, es, también, de los escasos poetas que pueden en cualquier momento y cualquier sitio, con bríos de actor profesional, recitar lo suyo.

El segundo libro importante, “El Romance de las Sirenas”, Nascimento, 1938, destaca aun más, las condiciones mediúmnicas de este liróforo, por cuya boca parece de pronto, retornar al mundo algún poeta perdido o lírico antepasado. Lo escribió en una sola noche, la del 5 de junio de 1930, que quedó estampada en el colofón del propio volumen. Es un poema en tres partes, un poema entre dramático y novelesco, con tres cantos, un preludio y dos episodios en la tercera. Un poema de versificación fluída y tema alucinante, donde a ratos pareciera escucharse el olvidado tono de Villaespesa o Marquina y, de súbito columbrarse un vago reflejo áureo de García Lorca. Poema con piratas y sirenas, con luchas en barco y escenas en el fondo del mar, con personajes de cuentos de hadas: el Capitán Lucanor, Sidrón, Benofir, Tiguefar, Aladino, El Poeta, El Buzo Mayor, La Reina de las Sirenas.

A partir de entonces, en poemas que se fueron asomando más y más al misterio de las cosas y al enigma del ser, irá tomando inquisitivo camino la obra poética de Carlos Casassus. Variada obra que yace inédita en sus anaqueles. Pero que, ahora, por fin, se remonta a la superficie del idioma y la poesía castellanos en una empresa lírica de taumatúrgica intención. Es “Mi Atlántida” y sus veintitrés poemas.

El titulo mismo indica que el poeta no quiere evocar ninguna otra Atlántida. Ni la de Platón, ni la de Plinio, ni la del geógrafo Estrabón, ni la de Diodoro de Sicilia. Nó. Es “su” Atlántida, la de Carlos Casassus.

En esta obra, Casassus ha logrado levantar una punta del gran misterio del hombre. Y relatar en cantos de verso libre y grave sonido interno, como en ritmo de melopea, visiones que van yuxtaponiéndose una sobre otra hasta trazar las coordenadas de un mundo extinguido de repente. La solemnidad ritual, el acento religioso, el tono hermético, favorecido por el verso blanco de cepa inglesa, dan al todo una consistencia de piedra labrada. Parece ella esculpida con una sencillez que esconde secretos milenarios y cuya misma complejidad, conexa a las más remotas rememoraciones del ser humano, se vacía en una expresión poética donde ya no pesan metro, rima y acentos rítmicos, y ni siquiera cuentan imágenes o galas de estilo. Todo es elemental, casi revelado. Tras los veintiséis poemas se proyecta el cono de sombra de un sentido oculto que, a ratos, parece que el poeta va a descifrarnos, como a la luz de un relámpago en la noche.

¿Lo logró Casassus? Al menos lo intentó. Creó un mundo desaparecido a imagen y semejanza de su propio ser íntimo. Un mundo que navega como un barco en el misterio y que ora parece encallar en las costas de la fábula, ora las de la historia, ora las del sueño.

¿Qué es pues, esta Atlántida? ¿Sólo una interpretación de los símbolos que alientan en Chichén-Itza, en Uxmal, en Mayapam, en Palenke, en Uaxactún, en Tikal, Quirigupa, y Copán? ¿Sólo el desarrollo imaginativo de aquellos “Libros del Chilam Balam de Chumayel”, que Mediz Bolio terminara de revivir en el papel, pero que ya existían, hechos piedra y sol, en tres países —México, Guatemala, y Honduras—. ¿O una audaz interpretación propia de las llamas “doce colonias de la Atlántida”, a las cuales añade el poeta, como en los trece signos del Zodiáco, una decimotercera zona, tal vez para decirnos que el zodiáco reunido no es otra cosa que el escudo sumergido del Imperio Atlante? ¿Acaso los Trece Dioses no pudieron seguir existiendo tras el gran cataclistmo y la “raza grande y célebre” que recordaba el Timeo de Platón fue, en verdad, la antepasada directa de estos “descendientes degenerados” que ya eran los hombres de la antigua ‘Hélade’, al decir del propio Platón?.

Imposible discernir si es videncia o lírica locura la de este poeta que parece aludir a las siete pirámides de Cholula para ir a parar a la misma “Biblia de Piedra”, la Gran Pirámide de Cepos, aquella en que está claramente escrito: “Soy el heraldo y el testimonio de la voluntad divina”.
De todas formas, los poemas de “Mi Atlántida” constituyen un solo todo. Un todo que enriquece la literatura chilena y la hace volver la vista hacia esferas hoy inabordables en Chile.


Obras de Carlos Casassus.

“Latidos”.
—Poemas, 1918. Imp. Gutemberg, Valparaíso.
“Altamar”.
—Poemas, 1928. Nascimento, Santiago.
“El Romance de las Sirenas”.
—Poemas, 1938, Nascimento, Santiago.
“El Libro de Oro de Santiago y sus 400 años”.
—Edit. Labor, 1941, Santiago.
“La Gramática del Amor”.
—Traducción de la obra de Iván Bunín. 1942, Edit. Cultura,
“Mí Atlántida”.
—Poemas. Imp. La discusión, Chillan, 1965.
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