El Hombre de Porlock [Fernando Pessoa]
La historia marginal de la literatura registra, como una curiosidad, la forma en que fue compuesto y escrito el Kubla Khan de Coleridge.
Este casi poema es uno de los poemas más extraordinarios de la literatura inglesa —la mayor, salvo la griega, de todas las literaturas— y lo extraordinario de su contextura se consustancia con lo extraordinario de su origen.
Cuenta Coleridge que el poema fue compuesto soñando. Residía ocasionalmente en una solitaria heredad entre las aldeas de Porlock y Linton. Cierto día se quedó dormido a causa de un calmante que había tomado. Durmió tres horas durante las cuales, dice, compuso el poema mientras surgían en su espíritu, paralelamente y sin esfuerzo, las imágenes y sus correspondientes expresiones verbales.
Una vez despierto se dispuso a escribir lo que había compuesto. Había escrito ya treinta versos cuando le fue anunciada la vista de “un hombre de Porlock”. Coleridge se sintió obligado a atenderlo. Se demoró con él cerca de una hora. Pero, cuando volvió a la transcripción de lo que había compuesto en sueños, se dio cuenta de que había olvidado lo que faltaba por escribir; no recordaba sino el final del poema —veinticuatro versos más—.
Y así tenemos ese Kubla Khan como fragmento o fragmentos, el principio y el fin de algo espantoso, de otro mundo, descrito en términos de misterio que la imaginación no puede humanamente representarse y de lo que ignoramos con horror qué desarrollo hubiera sido suyo. Edgar Poe (discípulo, lo supiera o no, de Coleridge) no alcanzó nunca en verso o en prosa el Otro Mundo de esa forma natural o con esa siniestra plenitud. En la obra de Poe queda, con toda su frialdad, algo nuestro, aunque negativamente; en el Kubla Khan todo es ajeno, todo es Más Allá; y lo que no se sabe qué es ocurre en un Oriente imposible, pero que el poeta vio positivamente.
No se sabe —no lo dijo Coleridge— quién fue aquel “Hombre de Porlock”, a quien tantos, como yo, habrán maldecido. ¿Sería una coincidencia caótica que ese desconocido interruptor viniera a dificultar una comunicación entre el abismo y la vida? ¿Nació la aparente coincidencia de alguna oculta presencia real de las que parecen conscientemente impedir la revelación de los Misterios, aun cuando intuitiva y lícita, o la transcripción de los sueños, cuando en ellos duerme alguna forma de tal revelación?
Sea como fuere, creo que el caso de Coleridge representa —bajo una forma exagerada, destinada a formar una alegoría vivida— lo que nos pasa a todos cuando intentamos, por medio de la sensibilidad con que se hace arte, comunicar, falsos pontífices, con el Otro Mundo de nosotros mismos.
Porque todos nosotros, aunque compongamos despiertos, componemos en sueños. Y a todos nos llega desde dentro, aunque nadie nos visite, el “Hombre de Porlock”, el impresivo interruptor. Todo cuanto verdaderamente pensamos o sentimos, todo cuanto verdaderamente somos sufre (cuando lo vamos a expresar, incluso sólo para nosotros mismos) la fatal interrupción del visitante que también somos, de la persona externa que tiene en si cada uno de nosotros, más real en la vida que nosotros mismos; la suma viva de lo que aprendemos, de lo que creemos que somos y de lo que deseamos ser.
Ese visitante —perennemente incógnito porque, siendo nosotros “no es alguien”; ese interruptor —perennemente anónimo porque, estando vivo, es “impersonal”— tenemos, por debilidad nuestra, que recibirlo todos entre el comienzo y el final de un poema enteramente compuesto que no nos permitimos que quede escrito. Y lo que verdaderamente sobrevive a todos nosotros, artistas grandes o pequeños, son fragmentos de algo que no sabemos lo que es, pero que sería, si hubiese sido, la expresión misma de nuestra alma.
¡Ojalá pudiéramos ser niños para no tener quién nos visitara, ni visitantes que nos sintiéramos obligados a atender! Pero no queremos hacer esperar a quien no existe, no queremos molestar al “extraño” que es nosotros. Y así, de lo que podría haber sido, queda tan sólo lo que es. Del poema, o de las opera omnia, sólo el principio y el fin de cualquier cosa perdida: disjecta membra que, como dijo Carlyle, es lo que queda de cualquier poeta o de cualquier hombre.
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